Al interior de la floristería no alcanzaban los ruidos del tráfico. Aquel modesto local era algo así como un lugar de descanso en una ciudad cada vez más llena de gente. Dentro solo se oía de vez en cuando el tintineo de la campana que había frente a la puerta y los temas que el locutor de radio iba anunciando cada poco rato. Eric estaba apoyado en el mostrador de la tienda, casi dejándose caer, como hacían los helechos que desbordaban sus macetas.

— Y por eso deberías dejar de comprar tantas velas — concluyó, arqueando las cejas, con una sonrisa en los labios —. O quitar las cortinas, una de dos.

Le había estado contando a su amiga cómo había llegado al departamento de bomberos un aviso para apagar un incendio que había comenzado en una calle no muy lejana al local donde ahora se encontraban, a causa de unas velas aromáticas que alguien había dejado sin vigilancia. El fuego se subió a las cortinas y saltó al mobiliario, y para cuando los bomberos llegaron, el gato persa del inquilino de la vivienda ya había perdido su precioso color blanco ante las cenizas y el humo que se formaron.

La campanita sonó, dejando paso a una mujer de cabellos canos y rostro amable. Eric se incorporó para apartarse del mostrador, e hizo un gesto a la clienta para que supiera que él no estaba allí esperando a que Tulip lo atendiera. Paseó por la pequeña jungla que tenía su amiga en el local con la mirada.

— Hágale caso, que tiene muy buen gusto — terminó diciendo.

Eric se cruzó de brazos y apartó la mirada para ocultar lo estúpido de la sonrisa que le había florecido en el rostro cuando su amiga le guiñó el ojo. Escuchó a su clienta comentarle el motivo de su visita y le pareció absolutamente extraordinario oírla hablar de celebrar el quincuagésimo aniversario de su matrimonio. Los padres de Eric llevaban ya unos cuantos años separados, y él, en particular, no se imaginaba en una relación así de duradera, aunque tuviera ya amistades con unos cuantos lustros de historia.

El joven Blackwell paseó por la tienda conforme su dependienta charlaba con la clienta sobre su ramo. Algunas flores le sonaban más que otras. De unas cuantas no conocía ni el nombre, pero sí sabía en qué momento del año aparecían. A veces ayudaba a Tulip a recoger sus mercancías, y a fuerza de ver un millar de etiquetas, iba aprendiendo qué pinta tenía un jacinto y qué lo diferenciaba de las campanillas de verano.

Al final la mujer decidió qué flores quería para su esposo y Tulip las convirtió en un vistoso ramo equilibrando naturaleza y ornamentos. Eric se despidió de la clienta cuando se marchó. La campanilla sonó y volvió a quedarse a solas con su amiga, que miraba sus crisantemos con una tristeza infinita.

— Pobres — repitió, reprimiendo una sonrisa. A él podía parecerle banal el hecho de que la mujer no hubiese elegido aquellas flores, pero a ella la mataría de tristeza verlas pudrirse sin que nadie disfrutase de su belleza —. Es que las rosas son un clásico — apoyó una mano en el mostrador y recibió con sorpresa la sugerencia de Tulip —. No sé si pegarían en mi apartamento… — frunció el ceño en un gesto pensativo. — Y tampoco se me ocurre a quién podría regalárselo, porque tendría que escribir una dedicatoria, ¿no? Eso se me da fatal.

Eric podía conocer con más o menos detalle las colecciones de flores que su amiga pudiera tener en su local según la época del año, pero de lo que no tenía ni la más remota idea era de las tendencias floristas del momento, ni tampoco de los significados que se suponían adheridos a cada tipo de flor. Lo que tenía más o menos claro era que había cosas que nunca fallaban, y los ramos de rosas eran de lo más socorrido que había para una fecha especial. Tulip, claro, tenía otro punto de vista, más educado que el suyo, y aunque Eric no podía aportar mucho en aquella conversación, sí podía escucharla y darle la razón que sabía que tenía.

— Eso sí es cierto — asintió —. Aunque supongo que mientras le gusten a la persona que tiene que recibirlas… — se encogió de hombros.

Suponía que sería aquello lo más importante, más que la composición del ramo. Para él, al menos, lo sería, aunque no muchos hombres tenían el placer de recibir flores en ocasiones especiales, y a Eric, en particular, nunca se le había pasado por la cabeza regalar ningún ramo, aunque ocasiones no le hubiesen faltado.

— Ya, pero… — arrugó la nariz, pensativo. — Un ramo de flores sin nota como que no tiene mucho sentido. Así que no me escapo — cuando su amiga se ofreció a guiarlo en lo que a él le parecía toda una odisea, la miró con curiosidad —. Oh. Ya veo — valoró por un instante si merecía la pena intentarlo —. Dime, Tulip, ¿qué te gustaría que te escribiesen a ti, por ejemplo? Porque es muy fácil escribir notas cuando no son para ti — la acusó, divertido —. Y no me vengas con topicazos. Así que dime. ¿Qué querrías leer tú?

La conversación se volvió más interesante cuando pasaron de lo abstracto a lo concreto. Eric se preguntó cuántos ramos de flores habría recibido Tulip a lo largo de su vida, y llegó a la conclusión de que, contrariamente a lo que podría haber pensado cualquiera en un primer momento, quizá la mujer que de su profesión había hecho elaborar preciosos arreglos florales nunca habría recibido ninguno o, al menos, no tantos como se merecía.

Podía sonar triste, sí, pero era lógico. Al fin y al cabo, Tulip ya tenía en su tienda todas las flores que los mercados estuviesen dispuestos a vender, y regalarle un ramo a la dueña de una floristería podía resultar algo redundante. No para esa florista en particular, porque Eric sabía que estaba enamorada de sus plantas, de sus colores, de sus pétalos y de sus hojas, pero no todos los chicos que hubiesen estado interesados en ella tenían por qué saberlo.

En ello pensó mientras su amiga buscaba las palabras para escribir en la nota que le habría mandado su hipotético admirador. La miró ladeando una sonrisa, complacido por lo que a él le pareció lo cohibido de su gesto, y arqueó las cejas cuando Tulip llegó a la conclusión de que, al final, lo único que importaba era lo personal del texto que acompañase al regalo.

— Ya veo — musitó, cruzando las manos sobre el mostrador, y chasqueó la lengua —. La verdad es que habría preferido que me dijeras que para esto ya hay escritas unas “notas estándar” — comentó, divertido —. Me sería mucho más fácil recurrir a ellas que hablar de mis propios sentimientos.

No es que Eric fuera un tullido emocional, pero sabía reconocer que, en general, le costaba expresar sus emociones. Suponía que algo tenía que ver el hecho de que nunca hubiese tenido que abrir su corazón ante ninguna mujer, porque él, al menos, daba esas cosas por sentado, y no le encontraba el sentido a verbalizar cosas que ya sentía con lo que a él le parecía la suficiente intensidad.

Cuando Tulip le reveló qué escribiría en una nota para él, Eric soltó una carcajada.

— ¡Qué bonito! — se acercó a ella y ladeó el rostro, mirándola inquisitivo. — ¿Por qué nunca me has regalado flores? Tienes la tienda, tienes las flores y tienes la nota. A los hombres también nos gustan estas cosas, ¿sabes? — regresó al otro lado del mueble, haciéndose el ofendido, y por un instante no estuvo seguro de hasta qué punto era cierto lo último que le había dicho a su amiga.

No sabía si a él, en concreto, le haría ilusión recibir unas flores, porque nunca se había imaginado en tal situación. Se sorprendió a sí mismo notando algo parecido al revoloteo de una despistada mariposa en su estómago cuando se vio abriéndole la puerta a un repartidor oculto tras un ramillete de rosas, margaritas, tulipanes o lo que fueran, y decidió apartar de sí aquel pensamiento regresando al lado de su amiga. Estaba seguro de que a ella le encantaría ser, por una vez, la dueña de las flores que tan bien se encargaba de arreglar.

— ¿Sabes qué? — hizo una breve pausa para añadir suspense al asunto. — Que lo voy a hacer. Sí, sí, lo voy a hacer. Voy a comprarte un ramo. Sí, en serio — miró las plantas que colgaban de las macetas que llenaban la tienda y frunció los labios, sabiéndose incapaz de decidir cuáles sería más conveniente regalar a su amiga —. Elige las flores que más te gusten, que ya sabes que yo para esto… — suspiró y esperó a que Tulip escogiera los colores, las cintas y los adornos antes de cruzar el mostrador para ponerse a su lado para escribir la nota. — Veamos… Algo personal era, ¿no? — fingió una repentina pérdida de memoria que se curó con una sonrisa. — Mm… — carraspeó y miró a Tulip. — “Me encanta pasar tiempo contigo. De hecho, me encantaría invitarte a cenar. Podemos ir al sitio de siempre” — y volvería a dejarte el último trozo de pizza, pensó Eric —. O a donde tú quieras, la verdad. Las flores son para ti. Espero que te gusten.

Eric sacó del cajón el abridor que le había tomado prestado a su madre cuando se independizó y que ya no le devolvería para doblar las chapas de los dos botellines de cerveza que lo esperaban sobre la mesa. Con un chasquido silbó el gas atrapado en el vidrio. Eric le ofreció una botella a su amigo.

— ¿En serio? — preguntó Zack. — ¿Le dijiste “las flores son para ti” y no lo pilló? — Eric se encogió de hombros y le dio un trago a su cerveza. Las burbujas le hicieron cosquillas en el cielo de la boca. Su amigo se echó a reír. — Madre mía.

— Dímelo a mí — suspiró pesadamente y se quitó el sudor de la frente con el anverso de la mano —. Con lo que me costó pensar en qué escribir en la tarjeta… — chasqueó la lengua. — Y yo pensaba que lo había hecho bien, ¿sabes? Que entendería que me estaba refiriendo a ella y que, yo qué sé, le había prestado atención a sus consejos, ¿sabes lo que te quiero decir? — dio otro sorbo a la botella. — Pero no. Nada de nada.

— Bueno, tío, no te tortures — Zack paseó la mirada por el apartamento —. Es que ella está más acostumbrada a enviar notas que a recibirlas, yo creo que ni aunque la hubieses llamado por su nombre lo habría entendido…

— No creo que llegue a tanto… — su amigo arqueó las cejas y lo hizo dudar. — ¿No?

— Vamos, Eric, ya sabes cómo es Tulip — ante el silencio de su amigo, gesticuló vagamente y terminó apoyando los codos sobre la mesa —. No me hagas decirlo, tío, que me siento mal.

— No, no, ahora vas y lo dices.

— Pues que Tulip nunca ha sido de captar las sutilezas, ya lo sabes. Ed estuvo detrás de ella durante más de un año y nunca consiguió nada. ¿Qué te hacía pensar que contigo iba a ser distinto? — arqueó ambas cejas, inquisitivo. — Pues eso.

— Ya… — asintió.

— No te preocupes por esto, Eric, en serio — se levantó y se desperezó —. Ya sabes cómo es — miró a su alrededor y se rascó la nuca —. ¿Has visto mi camiseta? Voy a bajar a por las gomas.

— La tienes delante — se la señaló con la cabeza.

— Va, venga, ahora vuelvo — se detuvo frente a la puerta —. ¿Me llevo tus llaves o...?

— No, hombre, no hace falta.

Eric se había arrugado en el sofá en el instante en el que oyó las puertas del ascensor cerrarse. Como era de esperar, el aire acondicionado se le había estropeado cuando más falta le hacía, y lo cierto es que ese día en particular hacía un calor del demonio, o al menos a él se lo parecía. El hecho de que Zack hubiese bajado a por las gomas le daba un momento para rendirse ante la pereza, pero su brevísima meditación se vio interrumpida antes de lo esperado.

— Joder, ¿qué se le ha olvidado a este cabrón? — masculló, sintiendo cómo se le venía el mundo encima ante la sola perspectiva de tener que levantarse del sofá, y aunque pensó en que tampoco pasaría nada si Zack se quedaba un ratito tirado en el pasillo por no haberse llevado las llaves, concluyó que aquello no dejaba de ser culpa suya, y se rindió ante la llamada del deber, no sin recorrer los escasos metros que lo separaban de la puerta muy a disgusto consigo mismo. — Hay que joderse — resopló apoyándose en el pomo antes de abrir la puerta.

Cuando la abrió fue a decir algo, pero al ver a Tulip allí plantada, y nunca mejor dicho, se le escaparon de la mente todas las ideas que habría tenido a lo largo de tantos años de existencia. Se quedó ahí, mirándola un momento, sin que ninguno de los dos dijera nada, hasta que su cerebro salió del modo suspensión y atinó a decir algo que Eric esperaba que tuviera sentido.

— Tú… tú no eres Zack — no era su comentario más inteligente hasta la fecha, pero tampoco el más estúpido —. No, es que estábamos arreglando el aire acondicionado, que se me estropeó ayer, y hace un calor que… — en ese momento cayó en la cuenta de la ropa que llevaba y de la que no, y sintió auténtico pánico. — Estoooo — carraspeó, tratando de hacer memoria de dónde había dejado la camiseta, y se encogió sobre sí mismo en un probablemente vano intento de cubrirse de la mirada ajena —. ¿Qué te trae por aquí? ¿Habíamos quedado? Oh, Dios mío, no me digas que habíamos quedado y que se me ha olvidado.

Tulip tampoco estaba mostrando su lado más elocuente, y la conversación que resultó de la confusión de una y de la vergüenza del otro resultó digna de la más absurda de las comedias románticas que ni siquiera llegaban a estrenarse en el cine, condenadas como estaban a llenar tan solo la pequeña pantalla.

— Oh — su respuesta algo sí lo tranquilizó, puesto que no sería la primera vez que se olvidaba de un compromiso y le tocaba luego compensarlo de alguna manera —. Menos mal — suspiró de alivio y volvió a Tulip la mirada cuando mencionó la sorpresa. Lo cierto es que Eric se habría conformado solo con verla, y aquello le habría parecido más que suficiente para alegrarle el día, pero cuando se fijó en su amiga se dio cuenta de que algo escondía tras la espalda, y sintió en la boca del estómago la curiosidad tratando de abrirse camino entre la por el momento ignorada incomodidad del principio —. ¿Un regalo? — repitió, inquisitivo. — ¿Qué regalo?

Quizá debió resultarle obvio que, tratándose de Tulip, el regalo tenía que ser una flor, o quizá una planta como la que adornaba solitaria su departamento, pero le pilló de sorpresa verla sacar de su escondite un ramo de flores tan colorido que parecía sacado de entre las páginas de algún cuento. Los tonos amarillos, púrpuras y lilas de las flores se desbordaban sobre el papel que las envolvía, brillaban sobre los verdes de las hojas que los sostenían. Cada flor y cada rama yacían con gracia en la posición adecuada y, sin embargo, el ramo seguía teniendo un aire silvestre, casi salvaje, que Tulip había tenido a bien preservar.

— Pero… — farfulló el electricista. — Es… ¿es para mí? — la miró con estrellas en los ojos, con la inocente mirada de a quien le estalla de ilusión el pecho al encontrarse una sincera muestra de afecto. Eric tomó el ramo entre los brazos y lo miró a ratos, como temiendo que desapareciera, tal vez producto de una ensoñación certera.

Era extraña la mezcla de sentimientos que se arremolinó en sus entrañas cuando recibió el regalo. Por una parte, sentía una gratitud inmensa, casi absurda por tan sencillo gesto. Por otra, se notaba cohibido, avergonzado primero por la situación y después por las circunstancias, pero todo ello le parecía irrisorio en comparación con la calidez que se le había instalado en el pecho.

— Muchas gracias, Tulip, son preciosas — terminó diciéndole, ya atreviéndose a mirarlas, asumiendo que eran suyas —. No tenías que haberte molestado, pero… gracias — decidió que sería mejor no alcanzar malentendidos al respecto de su agradecimiento. Se inclinó para oler las flores y aspiró su tenue perfume de clorofila, impregnado del olor de la tienda de su amiga, y sonrió. Quiso abrazar a la florista, pero cayó en la cuenta de que seguía desnudo de la cintura para arriba, y quizá no era el atuendo más adecuado para aquella ocasión —. Perdona un momento — se excusó para dejar las flores sobre la mesita del salón y recuperó su camiseta del respaldo del sofá para ponérsela —. Ahora sí — asintió con suficiencia y se acercó a Tulip para darle un abrazo en el que se habría quedado todo el tiempo que ella le hubiese dejado —. Gracias — volvió a decir, dejándole un beso en la mejilla —. Es el regalo más bonito que me han hecho desde… eso de ahí — señaló la maceta en la que descansaba la planta que le había dado Tulip.

Puede que Tulip estuviera acostumbrada a entregar flores, pero desde luego Eric no lo estaba a recibirlas. A pocos hombres había conocido a los que una mujer bonita les hubiese entregado un ramo, y mucho menos a alguien que hubiese tenido el privilegio de que una florista experimentada hubiese escogido con sumo cuidado las flores que compondrían su regalo. Se sentía raro, sí. Se le habían llenado de mariposas las entrañas, bajo la piel aleteaba una ilusión muy particular.

— Oh, sí tengo que hacerlo — replicó —. Y sí, me gustan — volvió a lanzar un rápido vistazo al ramo y se preguntó qué significaría esa combinación de pétalos, ramas y ornamentos —. Me encanta, de hecho — decidió en ese mismo momento, aunque no lo entendiera por completo.

Aunque él era más grande que Tulip, se sintió muy pequeño cuando ella lo abrazó de vuelta. Al mencionar a sus vecinos, sonrió.

— Oh, ellos ya lo saben — respondió —. ¡Señor Fitzwilliam! ¡Señora Parks! ¡Tulip es mi amiga favorita! — exclamó con ademanes más propios del teatro que de una conversación normal. — Y sobre el aire… Creo que empezará a funcionar cuando cambiemos un par de piezas que hemos quitado del medio —. El timbre sonó, tan estridente como siempre, y Eric regresó a la realidad.

— ¡Tulip! — la saludó Zack. — ¿Pero tú qué haces aquí? — sonrió. — ¿Ya te ha dicho Eric que se le ha estropeado el aire acondicionado? Bueno, es obvio, aquí hace un calor que… Antes estaba sin camiseta, ¿eh? Te lo has perdido por no estar atenta — comenzó a sacar las piezas de la bolsa de papel que traía consigo y ante la mirada asesina de Eric arrugó la frente. — No me digáis que ahora el que sobra aquí soy yo…

— ¡Zack!

— Venga ya, Eric, ni siquiera has invitado a esta pobre muchacha a algo para beber…

— Zack.

— Debería darte vergüenza, que lo sepas.

Su amiga se ofreció a ayudarlo a reparar el aire acondicionado, pero Zack irrumpió en el apartamento antes de que pudiera rechazar su propuesta. No es que Eric no apreciase las buenas intenciones de su amiga, ni que no disfrutara de su compañía, sino que precisamente por eso, porque tanto le gustaba estar con ella, sabía que si se quedaba dejaría el aire acondicionado sin arreglar.

Cuando Tulip reveló el motivo de su visita, Zack le dirigió a Eric una mirada cargada de significado, tan expresiva que casi parecía capaz de hablar sin decir una sola palabra. «¿Un regalo? Ah, mira tú, qué buena amiga», estaría pensando él. «¡Que te calles!», le respondería Eric.

La pregunta de la joven lo hizo regresar a las conversaciones que se tenían en el plano terrenal.

— Voy a ver — la acompañó a la cocina y se puso a rebuscar entre los armarios algo capaz de sostener las flores que le había regalado. Los vasos eran demasiado pequeños; los cuencos, demasiado anchos. Al final se fijó en un cilindro transparente en el que guardaba los espaguetis —. ¡Aquí va a ser! — volcó el contenido sobre la encimera y llenó de agua el recipiente. — Lo siento por los espaguetis, pero no me ha quedado más remedio — comentó con fingido dramatismo.

— Oh, es que si te quedas, ¿cómo voy a conseguir que se concentre este pobre hombre en el aire acondicionado? Va a romper las piezas que he traído, y si me voy a la tienda, ¿quién sabe qué me encontraré cuando vuelva? No, no, por nuestro propio bien y por el de Eric, no puedo dejar que te quedes, Tulip —. Eric estaba a punto de agarrar el mazo de madera que tenía para ablandar la carne para estampárselo en la cabeza —. ¿Pero por qué no quedáis otro día? O esta misma noche, por ejemplo. Antes estábamos hablando de las ganas que teníamos de ir a tomar algo, pero… hoy tengo un compromiso muy… — carraspeó. — comprometedor, y os prometo que no me enfadaré con vosotros por salir a cenar sin mí. O al cine. O a tomar algo. O a bailar, aunque a Eric se le dé fatal —. El electricista estaba completamente aturdido, no habría podido rechazar las órdenes de Zack ni aunque hubiese querido —. ¿Qué os parece?

Así fue como, gracias a Zack, Eric consiguió una cita con Tulip. No es que lo hubiesen denominado así en ningún momento, ni tampoco que se distinguiera demasiado de todas aquellas otras veces en las que habían quedado, pero en aquella ocasión había algo diferente. Eric había pasado más tiempo del habitual escogiendo qué ponerse, y también se encontró más nervioso esperando que Tulip bajase las escaleras de su edificio.

Era una tarde preciosa. Cálida, pero no en exceso, e iluminada por decenas de guirnaldas que los comerciantes habían distribuido por las fachadas de sus locales. La gente marchaba de aquí para allá charlando animadamente, por una ventana abierta se colaba la música que alguien disfrutaba en su apartamento.

Eric y Tulip pasearon por las más bonitas callejuelas del centro. El cine, que era más bien una suerte de filmoteca, estaba ubicado en el corazón de la ciudad, escondido tras unos edificios comerciales.

— No es la sala más cómoda del mundo — empezó a decir, pensando en los mullidos y espaciosos sillones de los centros comerciales —, pero está bien. Claro que aquí no venden refrescos en la puerta — comentó mientras buscaba sus butacas medio a tientas en la penumbra —. Ah, aquí es, creo… Sí, es aquí — el número grabado en el asiento coincidía con el del rosado papel de la entrada —. Parece que no hay mucha gente, ¿no?

El espacio entre las filas de asientos era reducido. Los sillones compartían reposabrazos y en sus telas ligeramente descoloridas y arrugadas se veía la historia de los millares de espectadores que habían pasado por allí a lo largo de los años. Tal vez no era la sala más bonita, ni desde luego la más amplia, pero en los remates de madera del mobiliario y los peculiares apliques de las lámparas que arrojaban sobre ellos una luz tenue y cálida había una magia que difícilmente reproduciría el cine de unos grandes almacenes.

— Pues sí, tienes toda la razón — al fin se dejó caer sobre su asiento y oteó el horizonte desde su posición. No había muchas butacas ocupadas, tal vez menos de diez personas además de ellos asistirían a la proyección —. Bueno, casi que mejor. Preferiría que no se nos siente al lado nadie con unos nachos con queso… Que no es que no me gusten, pero parece que me sacan un poco de la película, ¿sabes? ¿Has traído algo? — la miró con expectación, ladeando una sonrisa. — No sé si nos dejarán comer aquí, la verdad es que hace tiempo que no vengo y ya no me acuerdo… — arrugó la nariz tratando de rebuscar en sus recuerdos, pero no encontró nada. — Lo mejor será que seamos discretos — susurró en tono de confidencias.

Al cabo de unos minutos, cuando ya habían organizado sus chaquetas y puesto los teléfonos en silencio, las luces de la sala se apagaron. La pantalla se iluminó, dibujando letras difuminadas en la tela.

— Siempre tienen que enfocar el proyector cuando empiezan — comentó aún en el tono con el que se hablaría en una biblioteca. Tras un instante las imágenes se tornaron claras, de una nitidez sorprendente para tratarse de un largometraje producido en los años cincuenta.

La proyección comenzó y los equipos de sonido de la sala demostraron una potencia extraordinaria. Los susurros de los espectadores se apagaron de inmediato, extinguidos por la música de los créditos iniciales, y en los instantes que se demoraron los técnicos en ajustar los balances, Eric había sentido la madera de las butacas vibrar.

— Y tanto que sí — asintió, inclinándose sobre el asiento de Tulip para asegurarse de que lo oyera sin levantar demasiado la voz.

Ella se apoyó en su hombro tal y como lo había hecho anteriormente un centenar de veces, pero aquella ocasión fue distinta. Al menos, Eric lo sintió así. No había ocurrido nada extraordinario y, sin embargo, bastó para atizar esa chispa que a veces brillaba en compañía de Tulip. Apoyó la mejilla en el pelo de su amiga, suspiró y por un momento olvidó por completo la película que estaban viendo. Una calidez se extendió bajo su piel antes de que le llegase la certeza de que no le importaría mantenerse en esa posición durante lo que restaba de película, de noche y de fin de semana.

Así que, como si fuese la primera vez que tenía a Tulip tan cerca, Eric se encontró conteniendo el aliento para no perturbar el que se le antojaba delicado equilibrio en el que se hallaban. Agradeció el volumen al que reproducían la película, porque tenía la sensación de que su corazón latía con más intensidad de lo normal. El ruido de las palomitas también lo ayudaba a disimular.

Conforme avanzaba el largometraje, el aperitivo fue desapareciendo hasta que desapareció la excusa que tenían sus manos para encontrarse en el bolso de Tulip. Mientras veía el discurrir de un río cuyo nombre no recordaba, dejó el brazo sobre el reposabrazos, con la palma de la mano hacia arriba.

— Casi no me acuerdo de esta parte — comentó.