La llegada de septiembre trajo consigo días algo más cortos y noches un poco más frías. Aún quedaba tiempo hasta que los árboles perdiesen las hojas e hicieran de los jardines un tapiz de tonos marrones, pero en cierta manera ya había terminado el verano. El Expreso de Hogwarts ya había abandonado la estación de King’s Cross. En cuestión de horas los estudiantes irrumpirían en el castillo para llenar los pasillos con sus conversaciones sobre qué habían hecho durante el verano y qué esperaban encontrarse en la escuela durante el curso.

Los profesores tenían la obligación de estar en Hogwarts antes de que llegasen los alumnos. Gabriel, experto en Herbología, ya había dejado sus enseres personales en su dormitorio. Lo siguiente sería ir a su despacho para comprobar que todo seguía en su sitio y añadir una nueva edición de Un millar de plantas y hongos mágicos, pero decidió dar un paseo por la fortaleza para atender otros asuntos que le parecieron más importantes que ordenar unos libros que, después de todo, seguirían en el despacho cuando fuera a buscarlos.

Giró sobre los talones y dejó que sus pies marcasen el rumbo a seguir hasta que oyó las voces de otros profesores. De no haber sido por la de una de ellos habría continuado con su camino. Esperó a que se despidieran, se peinó con los dedos y se dispuso a fingir un encuentro casual con la profesora de Astronomía.

— ¡Vaya! ¡Pero mira a quién tenemos aquí! — Paseó por ella la mirada, como si hubiese sido culpa suya que hubieran estado a punto de chocar y no de él. — ¿Qué tal las vacaciones? No estaba seguro de que fueras a volver de la sabana africana — si se alegraba o no de verla era otra cuestión que no iba a desvelar antes de tiempo.

Gabriel - En los pasillos - 1 de septiembre

La profesora lo encontró con una sonrisa en los labios. A Gabriel le pareció ver cómo el gesto le iluminaba los ojos cuando se encontró con él en el pasillo. La pilló de improviso, sin otros miembros del claustro de por medio, ni alumnos frente a los que disimular la particular relación que tenían ellos dos, y si bien las sonrisas de aquella mujer no le pertenecían, esa en particular sí. Se relamió, satisfecho por esa pequeña victoria.

— Ah, sí, Egipto — rescató el destino del rincón de su memoria en el que se había perdido el verano anterior —. Un lugar fascinante, ¿no es cierto? — Tantos libros se habían escrito sobre las conjuraciones antiguas que sería imposible enumerarlos de memoria. Las pirámides estaban llenas de trampas y obstáculos que solo un Gryffindor intentaría superar para encontrar lo que, en su opinión, era una recompensa más bien decepcionante en relación con el esfuerzo empleado, pero decidió ser diplomático y no mencionarlo, al menos en frente de Honora. — ¿Te ha gustado? ¿Me has traído algún regalo? — ronroneó. — ¿Alguna pieza de artesanía, tal vez? — arqueó una ceja. — ¿O algo más… interesante? — Hizo una pausa antes de añadir —. ¿Una cajita de especias?

Gabriel no esperaba que su compañera se hubiese acordado de él en las profundidades de la historia egipcia, pero no estaba de más preguntar de todas maneras y poder torturarla con su negativa en lo que restaba de curso. Alzó ambas cejas cuando vio que Honora se detenía quizá algo más de lo debido en admirar la excelentísima confección de su traje y se aclaró la garganta para responder.

— Sí — admitió al tiempo que se arreglaba los puños de la chaqueta —. Es un anciano encantador, amable y meticuloso, de un talento extraordinario. Aunque su estudio esté en Italia, merece la pena la visita — alzó la mirada para encontrarse con la de Honora —. ¿No crees? ¿A ti qué te parece?

Gabriel - En los pasillos - 1 de septiembre

Gabriel desconocía gran parte de las maravillas que habían embelesado a Honora, y sus otrora amplísimos conocimientos sobre la ordenación de los astros en el cielo nocturno habían quedado reducidos a apenas unas nociones básicas sobre la disciplina que, desde luego, se quedaban cortísimas en comparación con las de su compañera.

Sin embargo, la dejó hablar y la escuchó con cierta atención. En parte, contagiado del entusiasmo que ella misma imprimía en sus palabras y en parte hechizado por su capacidad para mostrar la grandeza de su saber sin empequeñecer el de los demás.

— Sí, es una pena — la pérdida de la sabiduría de los antiguos siempre era una auténtica tragedia —. Pero deberías contárselo a los niños. Lo de tu viaje. Seguro que les encanta. Ya sabes cómo son.

Cualquier excusa era buena para no ceñirse a la materia. La manera favorita de los alumnos de perder horas de clase era oír a sus profesores hablar de su vida privada. Gabriel puso su mejor cara de sorpresa y se llevó una mano al pecho ante la acusación de su compañera.

— ¡Por favor, Honora! ¿Cómo puedes pensar eso de mí? — Los años de estudio de arte dramático le resultaban de lo más útil en ocasiones como aquella. — Sabes que mi interés por ti es sincero — añadió con su tono más solemne para después hacerse el ofendido apartando de ella la vista para contemplar los ventanales del pasillos. Arqueó una ceja y la miró con cierta curiosidad —. Oh, en ese caso… Espero que sea caro — se quitó la máscara de indignación, dejando paso a una sonrisa honesta.

Suspiró al oír a Honora imitar el italiano. Era una auténtica tragedia que una mujer como ella no hubiese visitado un país tan bello como el del Mediterráneo. Prefería lugares menos apacibles, claro, propios de incautos que adoraban el no saber qué les deparaba el mañana, pero no dejaba de ser una lástima.

Gabriel contuvo el aliento mientras su compañera repasaba la confección de su traje que, por supuesto, favorecía su ya de por sí equilibrada anatomía, y era tan grande su satisfacción al sentirse como una obra expuesta en el mejor de los museos que habría sido imposible ocultarla, aunque tampoco lo había intentado.

— Ajá — asintió —. Si algo funciona, ¿para qué cambiarlo? — Creía que había superado el examen de Honora, pero ella decidió acercarse para comprobar la calidad de la tela por sí misma, y pocas veces Gabriel la había sentido tan cerca. Observó sus rasgos sin ninguna prisa y sin ningún cuidado por si ella lo veía. — De angora — respondió al fin, habiendo dejado que el silencio llenase el pasillo por unos instantes antes de hacerlo —. Mira — tomó la mano de Honora y se la llevó hasta la clavícula para deslizarla hacia el pecho —. Lo mejor de lo mejor — añadió con suficiencia —. Si algún día necesitas una túnica, un traje o un vestido… — se encogió de hombros y se apartó de ella, soltándole la mano con delicadeza. — Estaré encantado de llevarte al taller.

Gabriel - En los pasillos - 1 de septiembre

Cada pista que Honora le concedía sobre su improvisado regalo despertaba aún más la curiosidad de Gabriel. No se atrevía a aventurar qué podía tener en mente su compañera, pero su imaginación ya se encargó de recorrer todos los caminos posibles sin alcanzar ninguna conclusión. A ella no le mostraría su impaciencia, claro, no era algo propio de caballeros, mas se ocuparía de revisar su despacho en busca del regalo prometido en los días sucesivos.

— ¿Lo dices por mí o por ti?

Aquella mujer era impredecible, desde luego, y había algo en esa característica tan suya que la hacía más interesante de lo que Gabriel podría haber anticipado al conocerla. Honora era una digna representante de su casa, de eso no cabía duda, y si bien era cierto que por durante su juventud el profesor la habría encontrado casi con toda seguridad de lo más insoportable por esa misma razón, se veía en la tesitura de admitir que ahora la encontraba de lo más encantadora.

— Vaya — suspiró cuando se apartó de ella —. ¿No te han dicho nunca que hay que saber leer entre líneas? — dejó que se hiciera el silencio entre ellos para invitarla a la reflexión. — Si vinieses conmigo a Italia, querida, te aseguro que no te aburrirías — añadió bajando el tono de voz hasta convertir sus palabras en una suerte de confidencia entre los dos. Le sostuvo la mirada durante unos instantes antes de retomar la conversación. Cuando dio un paso atrás para mostrarle su atuendo, Gabriel podría haber tomado la oportunidad que le ofrecía la profesora para perderse en las curvas a las que se ceñía su ropa, pero no apartó la vista de su rostro—. Tú y yo sabemos que eres una mujer preciosa, Honora — fue a añadir algo más cuando oyó cierto alboroto al otro lado del pasillo —. Y créeme, me encantaría seguir charlando, pero creo que el deber nos llama. Tendremos que dejar nuestro viaje a Italia para otro momento — le guiñó un ojo y le mostró el camino de vuelta —. Si tenéis la bondad de acompañarme…

Gabriel - En los pasillos - 1 de septiembre

Los días se sucedían en Hogwarts con sorprendente normalidad. Los inicios de curso eran naturalmente caóticos y desordenados, eso era cierto, mas no había nada aparte de los habituales despistes a la hora de encontrar la escalera correcta para acudir al aula indicada que trastocase los planes de los alumnos o de los profesores. Gabriel había disfrutado lo que había podido de esa calma que, por supuesto, duró más o menos lo mismo que un espejismo en el desierto.

Las clases de la mañana habían terminado y el profesor de Herbología iba camino a los viveros para comprobar que la hiedra venenosa no hubiese vuelto a salirse de su parcela para conquistar el resto del invernadero. Oyó algo distinto en el habitual murmullo que llenaba los pasillos y alzó la vista para encontrarse con un par de alumnos oteando el horizonte con curiosidad mientras otros tantos salían corriendo hacia el exterior, donde supuso que se hallaba el oriden de lo que quiera que fuera que había llamado su atención.

— ¿Qué está pasando ahí? — le preguntó a unos alumnos de tercero que pasaban por allí.

— No lo sé — replicó uno con sinceridad y se giró para ver mejor —. Puede que alguien se haya caído o…

— ¡Profesor! — gritó alguien que se abría paso entre el gentío. — ¡Profesor Bancroft! ¡Es Howells! — Al fin una menuda figura apareció frente a él, jadeante por el esfuerzo. — Es Howells — repitió.

El joven estudiante no parecía estar en condiciones de dar muchos más datos al respecto, así que Gabriel tuvo que imaginar el resto de lo ocurrido por su cuenta. Le dio las gracias y cruzó el corredor que lo separaba de los jardines como una exhalación. Pocos alumnos estaban dispuestos a interponerse en su camino conociendo su temperamento, así que se fundieron con las paredes para cederle el paso, o al menos así se lo pareció.

En el exterior, apartados de los caminos, había varios alumnos arremolinados alrededor de otros dos. En el medio, Honora trataba de separarlos. Los tres tenían sus varias en las manos mientras el resto observaba con cautela la escena. La profesora de Astronomía dijo algo que Gabriel no alcanzó a entender. Entonces, el león cargó contra la serpiente y cayeron sobre el césped el uno sobre el otro.

— ¡Basta! — rugió Bancroft, acallando las voces del resto de estudiantes. — ¡Basta he dicho! — Agarró por los hombros al alumno de su casa y lo levantó como si no fuera más pesado que la hoja de cualquiera de los árboles que se alzaban a su alrededor. — Ya es suficiente — apartó al chico del otro y lo soltó cuando se cercioró de que no buscaría vengarse de su compañero —. ¿Y vosotros qué estáis mirando? — se giró hacia su público con una expresión fiera en el rostro. — ¿Es que no tenéis nada mejor que hacer? — algunos alumnos comenzaron a dispersarse, pero el grueso de ellos se quedó allí mirando. — ¡Largo! ¡Largo si no queréis que yo mismo os saque de aquí!

La multitud se desvaneció, a excepción de los alumnos implicados en la pelea de una manera indirecta, y Gabriel tuvo tiempo de recuperar el aliento.

— ¿Se puede saber qué ha pasado aquí? — le preguntó a Howells, que tenía la vista clavada en el suelo —. ¿Alguien?

Gabriel - En los pasillos - 12 de septiembre

Al final, como suele ocurrir, la valentía demostrada por los alumnos para golpearse los unos a los otros se desvaneció cuando llegó el momento de dar explicaciones al respecto. Los implicados se mantuvieron en silencio y fue Honora quien tuvo que contarle a Gabriel lo que había ocurrido.

— Ya — miró a los estudiantes con el ceño fruncido.

Los críos no dejaban de ser críos por muchos años que pasaran, pero al profesor lo disgustaba profundamente comprobar que no vería un curso escolar sin por lo menos un altercado que solucionar. Recibió la acusación del león hacia su alumno con una ceja arqueada y cierto escepticismo en el rostro. Al fin y al cabo, lo que Gabriel había visto era que había sido él quien se había lanzado sobre el Slytherin, y no al revés.

Sin embargo, la referencia a los orígenes del otro alumno hizo más pesado el silencio que cayó sobre los allí presentes. El profesor sintió crepitar dentro de sí una rabia que en otro tiempo habría provocado un incendio, pero no dijo nada.

El calumniado respondió con un resoplido y se cruzó de brazos. Cuando Honora le preguntó, chasqueó la lengua, como pensándose si debía responder o no.

— No es verdad — terminó diciendo —. Se lo está inventando — miró a su profesor y él no vio malicia en su mirada, aunque tampoco podía estar seguro.

— Esto es un asunto muy serio, Howells. Sabes que ese tipo de insultos no están permitidos en el colegio, y podrías meterte en un buen lío por todo esto. Negarlo solo hará las cosas más difíciles, sé que…

— ¡No estoy negando nada! ¡Estoy diciendo la verdad! — estalló el Slytherin. — ¿A mí qué diablos me importa que Timmy sea hijo de muggles? ¡Lo que no soporto es que siempre esté en el medio, ni que sea un perfecto idiota, ni que se dedique a recitar las normas de todos y cada uno de los juegos de canicas que hay en los manuales como si los demás fuésemos tontos y no viésemos que siempre hace trampas cuando estamos jugando! Me da igual que sus padres sean muggles, centauros o hadas del bosque. Su hijo es un completo imbécil. Y se merecía el canicazo.

Gabriel oyó el discurso de su muchacho. Le llevó unos instantes procesarlo.

— Oh.

La furia que se había agitado en su interior se desvaneció y lo cierto es que cuando comprendió a qué se refería el estudiante, le costó aguantarse las ganas de reír. La realidad es que sí era un poco repelente el niño del ojo morado, y extraoficialmente podía hasta estar de acuerdo con los métodos de su alumno para ponerlo en su sitio, pero claro, no podía decírselo.

Gabriel - En los pasillos - 12 de septiembre

Gabriel tuvo suerte de que fuese Honora quien continuara regañando a su estudiante por su comportamiento. Él, por su parte, cuanto más lo pensaba, más justo lo encontraba, y aunque en teoría y como adulto maduro y responsable tenía que apoyar a su compañera en su reprimenda, se encontró a sí mismo desmontando los argumentos de la profesora para justificar lo mal que estaba todo aquello.

En cierta manera Gabriel recibió la regañina como si fuese propia. Honora tenía esa habilidad. Puso una mano sobre el hombro de su estudiante para ofrecerle su apoyo. Cuando la pelirroja se hubiese dado la vuelta, le diría lo que pensaba de verdad. Por el momento continuaría portando su máscara de solemnidad para evitar que la profesora descubriera lo torcido de su particular brújula moral.

La profesora de Astronomía decidió por ambos el castigo. Gabriel asintió ante la esperada pérdida de puntos de una y otra casa, pero lo sorprendió la segunda parte de su condena. Era una crueldad dejar a dos niños sin su ansiado fin de semana, aunque no fue eso lo que llamó su atención.

— Bueno — carraspeó —. Mi alumno también se merece una disculpa. Unas acusaciones tan graves como las que ha hecho Whitemore no son para tomárselas a broma. ¿A ti no te lo parece, Honora? — la miró con suspicacia. — Ya sabemos que la rivalidad entre nuestras casas es tan antigua como este castillo, pero hay cosas que no se pueden tolerar, y esta es una de ellas — Howells sonrió con suficiencia.

— No me pienso disculpar — farfulló el aludido con el ceño fruncido.

— Sí, sí que lo harás — replicó Bancroft con sencillez —. Porque es lo que te toca. No hagas que siga quitándoos puntos a los leones, sabes que me parte el corazón.

Gabriel - En los pasillos - 12 de septiembre

Gabriel estaba dispuesto a abandonar tan estéril discusión con la satisfacción de haber reprendido a dos estudiantes que estaban errados en su actitud con el prójimo. Ambos se llevarían una lección vital, los profesores asentirían satisfechos y todo regresaría a la más anodina de las normalidades. Los niños regresarían a sus tareas, Honora a hacer lo que quiera que hacían las profesoras de Astronomía cuando nadie las miraba y Gabriel a revisar las condiciones del vivero en el que crecían sus plantas, y la tranquilidad habría vuelto a las aulas y a los pasillos con una facilidad pasmosa.

Eso, claro, sin contar con el temperamento de la profesora, ni con esa cabezonería suya, que la hacía insoportable, ni con las ganas que parecía tener de seguir molestando cuando el problema podría estar ya solucionado.

El tono de sus palabras, más que su contenido, dibujó en el rostro del profesor una de esas sonrisas suyas cuyo significado conocía de sobra su alumnado. Era el tipo de expresión que quería decir que era hora de cerrar el pico si no querían que la helada furia del Slytherin descendiera sobre ellos como un monzón de primavera.

— Profesor Bancroft, a mí no me importa que… — farfulló su alumno, tratando de poner paz entre ambos docentes.

— No te metas, Howells.

— Pero…

Ni siquiera lo miró cuando dijo lo siguiente.

— Desapareced.

Los alumnos de una y otra casa salieron corriendo sin pararse a pensarlo y quedaron solos los profesores en el patio.

— ¿Se puede saber a qué ha venido eso?

Gabriel - En los pasillos - 12 de septiembre

Bancroft se había molestado, claro. El hecho era que su compañera había cometido un doble crimen al desechar el castigo que les había impuesto a los alumnos implicados en el altercado: por un lado, le había quitado autoridad al profesor, cosa que ningún docente soportaba; por otro, había cometido una injusticia amparada en una falsa imparcialidad de la que los Gryffindor solían hacer gala.

— Oh, ¡por favor! — exclamó airado cuando ella mencionó la antigua rivalidad entre sus casas. — No digas tonterías, ¿quieres? Esto no ha tenido nada que ver con que Whitemore sea un Gryffindor — chasqueó la lengua y arrugó la nariz al tratar de ordenar sus pensamientos —. O mira, puede que sí — terció finalmente volviendo la vista a Honora —. Lo que ha hecho tu alumno es aprovecharse de los prejuicios que hay contra mi casa para acusarlo de algo terrible, Honora. No me negarás que los Slytherin no tenemos muy buena reputación desde hace ya algunos años — tantos como habían transcurrido desde la Segunda Guerra Mágica, en la cual estuvieron implicados en el bando equivocado más miembros de la casa de las serpientes de los que podían contarse sin la ayuda de un ábaco —. Lo último que necesitamos es que se refuercen esos prejuicios mirando para otro lado cuando vemos situaciones como esta. ¡Ni siquiera es el hecho de que Whitemore haya dicho lo que haya dicho lo que me molesta! ¡Es un crío, lo más probable es que ni siquiera sepa lo que está diciendo! — Se detuvo, tomó aire y suspiró profundamente. — Lo que me molesta es que después de tantos años se sigan diciendo cosas como esta… y creo que una disculpa era lo mínimo que podíamos pedir, y no me vengas con la tontería de los puntos, porque si esa es la razón por la cual no has apoyado algo tan simple como una disculpa, déjame decirte que no has entendido nada.

Gabriel sonaba frustrado, pero también había un leve deje de abatimiento en su voz. Había tenido que explicar en incontables ocasiones que su casa no era inherentemente malvada y mezquina, sobre todo en sus años de estudiante, creyendo que llegaría el día en el que tendría que dejar de hacerlo, aunque, por lo pronto, no parecía que ese día estuviera más cerca de lo que estaba hacía quince años. El profesor se pellizcó el puente de la nariz y se mordió la punta de la lengua.

— No, mira, ¿sabes qué? Déjalo, puede que tengas razón y que yo sea el único que vea esto como un problema.

Se colocó la capa sobre los hombros para dirigirse al interior del castillo, pese a que aún quedaba tiempo para que sonara la campana.

Gabriel - En los pasillos - 12 de septiembre

La última semana había sido más ajetreada de lo habitual. Apenas había arrancado el curso, pero el profesor Bancroft había empezado a asignar a sus alumnos más carga de trabajo, cuestión que levantó polémica entre aquellos que ya cursaban quinto y séptimo curso y más deberes tenían al final de cada jornada. Gabriel sofocó los brotes de rebeldía estudiantiles con presteza, como solía hacer, y aunque no lo admitiría delante de ninguno de sus compañeros o cualquiera de sus alumnos, al final fue consciente de que estaba poniendo trabajo de más por tener algo que hacer cuando sonaba la campana de final de las clases.

Su mal humor se había filtrado en sus tareas en los invernaderos. Las agrimonias se habían mustiado por un exceso de riego, las mandrágoras estaban tan encogidas sobre sí mismas que parecían a punto de regresar al bulbo y unas bayas habían comenzado a soltar un ácido que disolvía los maceteros ajenos. Al final, tuvo que rendirse ante la evidencia y aceptar que su enfado estaba empezando a pasar factura ya no solo a él, sino también a su trabajo.

Sobre ello pensó mientras vigilaba los corredores del castillo. Podría haberse quedado en su despacho, como solían hacer sus compañeros durante gran parte de la vigilia, pero al profesor Bancroft le estaba costando mantenerse quieto y decidió despejarse recorriendo los intrincados y silenciosos pasillos del colegio. Las mazmorras estaban tranquilas, como siempre, puesto que los alumnos de Slytherin eran lo bastante inteligentes como para no infringir las normas mientras el jefe su casa estuviese cerca, y Gabriel terminó encontrándose en los alrededores de la torre de Astronomía.

Solo se dio cuenta al ver las luces encendidas en el despacho de Honora, que era la otra guardiana del castillo esa noche, y se detuvo antes de pasar por delante de su puerta, que había mantenido abierta. Hacía días que no intercambiaba con la profesora más que un par de palabras. No habían tenido mucho tiempo para charlar, pero Gabriel tampoco lo había buscado. Se quedó allí pensando para llegar a la conclusión de que lo mejor sería irse por donde había venido y fingir que por allí ni siquiera había pasado.

El problema es que al girarse calculó mal la distancia entre él y la armadura más cercana y terminó golpeándola con el hombro. Las placas de metal colapsaron unas sobre otras, armando un estruendo digno del Día de San Patricio, y al profesor de Herbología no le quedó más remedio que revelar su posición antes de que su compañera saliera al pasillo con la varita en riste y un maleficio en los labios.

— Mierda — siseó —. Soy yo, Honora — anunció en voz alta —. He tirado la armadura sin querer — Peeves debía de haber aflojado sus piezas buscando tal efecto —. Qué desastre… — Con un gesto de varita, las piezas se ensamblaron de nuevo.

Gabriel - Torre de Astronomía - 16 de septiembre

Lo único positivo de la situación era que no había ningún alumno por allí para ser testigo de ella. Tantas veces había reprendido el profesor Bancroft a sus estudiantes por descuidados que el hecho de que lo vieran tropezar de tan absurda manera con una armadura le quitaría toda la autoridad que se había ganado a lo largo de los años. Era igual de humillante haber armado semejante escándalo al lado de Honora, pero Gabriel confiaba en que el código de honor no escrito entre docentes la instase a ser benevolente.

— Oh, es que me apetecía despertar a todo el castillo y he pensado que esta era una buena forma de hacerlo — alegó no sin evidente ironía. Se arregló las solapas del traje y soltó un suspiro de resignación —. Estaba vigilando el castillo y he acabado aquí sin darme ni cuenta. Iba a volver cuando tropecé y… bueno, el resto es historia. Al menos no he acabado convertido en un sapo o algo parecido.

De hecho, pensar en la reacción de la maga ante un intruso era lo único que había impedido que Gabriel tratara de desaparecer tras un pasillo cualquiera. Supuso que tras su desavenencia aún no resuelta lo mejor sería no tentar a la suerte.

— Supongo que lo más interesante que ha pasado por esta zona soy yo, ¿no? Que no te has encontrado a nadie más destrozando armaduras, vaya.

Gabriel - Torre de Astronomía - 16 de septiembre

El profesor Bancroft no contuvo una risita ante la mordaz observación de su compañera. Le complació saber que no había perdido el peculiar humor que la caracterizaba en el tiempo en el que no había sabido de ella.

— Ajá —. A todos los profesores les gustaba presumir del buen hacer de los alumnos de sus casas, y ninguno de ellos era una excepción. Gabriel sabía que los Slytherin no eran unos santos, pero sí que tenían la astucia suficiente como para no ser pillados, y con ellos había alcanzado esa suerte de acuerdo tácito que tal vez se extendía a otros guardianes del castillo —. Ah, no. Por lo menos no cuando los vigilo yo. Mis alumnos aprecian su integridad física y saben que no deben ponerme a prueba. Creen que tengo ojos en todas partes y no les falta razón —. No era exactamente eso lo que ocurría, sino que conocía sus fechorías porque él las había perpetrado en el pasado de la misma manera, solo que sin ser pillado —. Las mazmorras estarán tranquilas mientras esté yo de guardia. El profesor Matthews no puede decir lo mismo, pero bueno.

Al terminar de hablar, quedó entre ellos un silencio que se prolongó un segundo más de la cuenta. Era el segundo delator, el que indicaba que pese a su cordialidad, todavía tenían asuntos sin resolver que les impedían volver a su particular normalidad. El profesor sintió un súbito picor de incomodidad revolverse bajo su piel y se llevó las manos a los puños del traje para arreglárselos en busca de una distracción.

— En fin — suspiró, regresando a la conversación —. Tal vez sea mejor que me marche, aunque no te aseguro que no me vuelva a tropezar por el camino. Te lo digo por si vuelves a oír algo raro. Hacía tanto tiempo que no estaba por aquí que… bueno, ya lo has visto — se encogió de hombros —. Si una de estas armaduras se levanta y se decide a atacarte, llámame, ¿quieres? Se me da bien desarmarlas.

Gabriel - Torre de Astronomía - 16 de septiembre