Las hojas se habían ido cayendo del calendario. Los días pasaban veloces, cada vez más cortos, para dejar paso a unas largas noches iluminadas con las guirnaldas que pendían sobre cada tejado, enredándose en las farolas para alumbrar el camino. A nadie pareció disgustar que llegase antes el ocaso, estando tan ocupados como estaban en adornar sus hogares para la venida de la fiesta más anticipada del año. Por los callejones discurría el aroma a canela, jengibre, azúcar tostado y mantequilla que se escapaba de las cocinas. Las risas de los niños correteando sobre la nieve llenaban el pueblecito, recordaban a los adultos la ilusión que habían tenido en su infancia y los animaba a mantener sus tradiciones generación tras generación.

En la plaza mayor del pueblo se había juntado casi la totalidad de sus ciudadanos. La cuadrilla de música había empezado a tocar, sus notas corrían entre las calles, llamando a los rezagados, que acudían raudos a la celebración del baile anual de inicio de las festividades, y tanta gente había en aquel reducido espacio que apenas les habría hecho falta llevar los abrigos sobre los hombros, arropados como estaban por la calidez de los demás.

— ¡Bienvenidos, bienvenidos! — exclamó el alcalde subido a una caja de madera para compensar lo menudo de su anatomía. La banda dejó de tocar y los murmullos se apagaron — Veo algunas caras nuevas por aquí… — escudriñó el grupo que tenía delante con los ojos claros. — Espero que disfrutéis de vuestra estancia en nuestro querido pueblecito. Como cada año, ya lo sabéis los veteranos, comenzamos hoy a celebrar las festividades de diciembre. Y como cada año, se me ha olvidado preparar un discurso para la ocasión — un niño no se aguantó la risa y otros tantos lo siguieron —. Así que solo me queda desearos unas felices fiestas… ¡y agarraos a vuestros abrigos si no queréis perderlos!

Le hizo un gesto a los músicos y retomaron su actividad. El gentío estalló en vítores y se revolvió en busca de una pareja de baile.

— ¡Vamos, Nicholas! ¡No te quedes ahí parado! ¡Baila con las señoritas!

El juguetero, que había estado contemplando la escena desde un discreto segundo plano, se echó a reír y comenzó a bailar con la panadera del lugar, una amable anciana de cabellos canos que tenía una agilidad sorprendente para sus noventa años.

— ¡Eso ya es otra cosa!

— ¡Ja! — se jactó él, ofreciéndole a la dama su mano para hacerla girar al ritmo de la música. A cada toque de trompeta era turno de cambiar de pareja. Nicholas bailó con una costurera, con la propietaria de la librería y hasta con el ebanista del lugar, que terminó con las mejillas sonrosadas. Volvió a sonar el instrumento y el juguetero cerró los ojos al toparse con su nueva pareja. Al abrirlos, se detuvo. Se había encontrado con un rostro conocido, pero al tiempo muy lejano, y al reconocer a su propietaria se le arquearon las cejas. — ¡Carol! — exclamó, tomándola de las manos. — ¿De verdad eres tú? Dime... ¡dime que no estoy soñando!

Estaba distinta, claro. Las mejillas tan redondas y coloradas como las manzanas de caramelo se habían estilizado, al igual que el resto de sus rasgos. La naricilla pequeña se había alargado, de la misma manera que lo habían hecho sus cabellos, otrora recogidos para que no se le hicieran sobre la vista. Ahí estaba la clave, en sus ojos. La mirada seguía igual, limpia y brillante, del tono de las aguas en un día despejado de invierno. Estaba distinta, sí, pero era ella y por fin había regresado a la ciudad.

— ¡Sí, eres tú! — exclamó Nicholas con alegría. — ¡Y sí, soy yo! — añadió. — Qué bien que hayas venido, algo me decía que estas navidades volverías a la ciudad —. Carol había buscado un destino mejor lejos del coqueto poblado que la vio crecer, y aunque al juguetero no le quedó más remedio que aceptar y respetar su decisión, con cada hornaada de las afamadas galletas de canela de su madre la echaba de menos asomándose al alféizar de su ventana para comprobar que ya estaba lista la particular y reducida ración que la señora Chastain preparaba para los dos —. Oh, está bien, vamos — la llevó hacia su equipaje, pero no se libraría tan fácilmente de su primer baile —. Sabes que no podremos desplazarnos hasta allí andando, ¿verdad? — volvió a ofrecerle la mano y cuando la aceptó, comenzaron a danzar. — Confía en mí.

Poco a poco, sin perder la vista del equipaje, fueron alejándose del núcleo de la fiesta, donde los músicos interpretaban las piezas con auténtica pasión. En el interior de aquella vorágine de villancicos, danzas y canciones les resultaría imposible pensar en otra cosa, así que de una manera modesta terminaron la pieza al lado de las maletas de la joven Lumière.

— ¿Ves? Permíteme — se inclinó sobre el equipaje más pesado para poder organizarlo. —. A tu casa, ¿no? — echó a andar antes de que alguien se diese cuenta de su ausencia. — ¿Cómo te ha ido el viaje? ¡Hace tanto que no hablamos!

En el pueblo todos los vecinos se conocían. No había ni un solo residente que no hubiese charlado de vez en cuando con alguno de los habitantes de las casas de al lado. Compartían recetas, ingredientes y herramientas. En caso de necesidad, cuidaban los unos de los otros. Nicholas sabía que el señor Lumiére había sufrido una caída que lo había incapacitado para continuar con su día a día. En cierta ocasión se acercó a su casa para llevar la leña que necesitaría para mantener su hogar a la temperatura adecuada, e incluso se ofreció a cocinar para evitarle la molestia, pero, aunque debió haberlo hecho, no se imaginaba que Carol regresaría al pueblo para quedar a su cuidado.

— No, claro que no — replicó —. No ha sido ninguna molestia.

Era lógico que la joven hubiese regresado al pueblo en esas circunstanias, mas como Nicholas hacía ya tanto tiempo que le había perdido la pista, creyó que ya no la vería. Lo alegró comprobar que se equivocaba, desde luego, y quedó pensando en lo poco que sabía de su amiga mientras la acompañaba a la residencia del señor Lumiére.

— Qué faena, ¿no? Este año parece que ha nevado más que los anteriores en los alrededores de la ciudad. Aquí, por suerte, la capa de nieve no es demasiado gruesa y últimamente nos está dejando tranquilos. Hace dos semanas tuvimos que sacar las palas para abrir camino, creo que todavía me duele la espalda, aunque sea solo de recordarlo — ladeó una sonrisa —. Sí, bueno. Aquí todo sigue igual, ya lo ves, las tradiciones no han cambiado. Ahora hay más gente en el pueblo y han mejorado el servicio postal, aunque ya sabes que por aquí somos más de hacer visitas que de escribir cartas. Ahora los niños piden más juguetes y, por suerte, sus padres me los pueden pedir a mí. Me encargo yo de la antigua juguetería, ya sabrás que el señor Parks se jubiló hace unos años — hizo una pausa —. Me va bien, sí. La verdad es que no me puedo quejar. ¿Qué hay de ti? ¿A qué te dedicas ahora?

Algo se le hinchó de orgullo el pecho cuando Carol lo felicitó por su ascenso. Tiempo había pasado desde que no fuera más que un aprendiz de manos resbaladizas y estaba bien pensar de vez en cuando en ello. Dejó a un lado sus recuerdos para escuchar a su amiga, que, como él, también tendría qué contar.

— Oh, ¡qué bien! — quedó pensando sobre su tienda unos instantes. — Así que velas, ¿eh? Qué encantador — ¡Era tan bonito verlas encendidas en la oscuridad! Parecían estrellas sobre el firmamento del hogar. — ¿De qué tipo? ¿Funcionales o decorativas? Seguro que al alcalde le parecería bien comprarte unas cuantas para adornar el ayuntamiento ahora que es Navidad, quizá podrías proponérselo, o incluso con las telas. Podrían vestir las calles, hay algunas que aún están sin nada.

¿Por qué no? Al fin y al cabo, eran muchos los artesanos y comerciantes del pueblo los que disfrutaban de los beneficios económicos que traían las fiestas de Navidad. Nicholas era el mejor ejemplo de ello, no se vendían tantos juguetes como cuando se acercaba diciembre. La ilusión de la época traía consigo una generosidad que, aunque estaba presente el resto del año, destacaba sobre todo lo demás.

— Seguro que ya tiene algún tipo de convenio con tu padre o algo por el estilo.

A Nicholas no se le había ocurrido pensar en las velas como algo más que brillantes adornos de Navidad. Sabía que la cera se podía moldear para cambiar su tamaño y su aspecto, mas el hecho de añadir aromas era toda una novedad. ¿Qué clase de olores se podían comprimir en algo tan pequeño? ¿Especias? ¿Maderas?

— Qué interesante, qué interesante — murmuró, perdido en sus pensamientos —. ¿Qué aromas utilizas para tus velas? Tiene que ser complicado que se mantengan.

Alcanzaron el hogar de los Lumière, que mantenía el aspecto de siempre, y fue Carol quien accionó el mecanismo de la puerta para entrar a la casa. El vestíbulo estaba en penumbra, olía al humo de la chimenea que tal vez siguiera encendida y a algo del polvo que debía haberse acumulado tras el mobiliario. Nicholas dejó que su amiga buscase a su padre antes de seguirla, puesto que la última de sus intenciones era incomodar a ninguno de los dos, y dejó los equipajes de la joven bien colocados en un rincón, sin que molestasen a nadie.

— Tal vez haya salido — se encogió de hombros —... o tal vez no — añadió al ver a la joven encaminarse hacia el taller donde la familia trabajaba.

Allí se encontraba el señor Lumiére, inclinado sobre las mesas, al calor de las brasas con las que derretía la cera, trabajando con los instrumentos con la lengua fuera de concentración. Nicholas se alegró de verlo, pero su amiga no, así que miró disimuladamente hacia otro lado, quedándose en el marco de la puerta, mientras ella reñía a su padre por seguir trabajando a pesar de su lesión. No abandonó su puesto hasta que no lo llamó.

— Señor Lumière, ¿cómo está usted? — se acercó para darle la mano y él la estrechó con firmeza. — Me alegro de verlo. Solo venía a acompañar a Carol, nada más, y ahora que lo menciona y ya que he cumplido mi cometido, me marcharé para dejarles disfrutar de su reencuentro, a no ser, claro, que necesiten algo más de mí, en cuyo caso estaré encantado de hacerlo — concluyó antes de mirar a Carol y dedicarle una sonrisa para transmitirle lo sincero de su propuesta.

En un pueblo tan pequeño como en el que habitaban era difícil no llevarse bien con los vecinos. Todos se conocían y, en términos generales, se llevaban bastante bien. Allí no había viejas rencillas entre clanes, ni tampoco problemas entre vecinos, por lo que todo el mundo podía considerarse amigo del que tuviera al lado. Sin embargo, Nicholas conocía tan bien al señor Lumière que bien podría haberlo considerado parte de su familia tras años de compañía e incontables favores de uno y otro lado para hacerse la vida más sencilla. Por ello recibió con una sonrisa la propuesta que le hizo y sintió una felicidad crepitar en su corazón al ver cómo su mirada brillaba cuando se dirigía a su hija.

— No se me ocurriría rechazar tal ofrecimiento, por supuesto que no — replicó alegremente —. Esta época es todo un reto para mi pequeño taller, pero no te preocupes, Carol. Sé apañármelas muy bien. Empecé a diseñar los juguetes de esta temporada en verano y antes de que terminara septiembre ya había hecho los pedidos de materias primas para empezar a ensamblarlos. Tengo gran parte del trabajo hecho, por lo que la cena no será un problema. Es más, me vendrá bien descansar mañana y, además, es una ocasión especial, ¿no es cierto?

— ¡Lo es, lo es! ¡Claro que lo es! — se apresuró a asentir el señor Lumière.

Nicholas sonrió. No le hacían falta regalos para ayudar a Carol, pero sabía que eso la haría sentir mejor al respecto, así que asintió y se posicionó para llevar a su padre hasta el salón. No parecía muy convencido sobre el plan de su hija para el día siguiente, así que el juguetero carraspeó para prestarle su apoyo.

— Estoy segura de que podrás hacerlo — comenzó —, pero ¿por qué no te ayudo a ordenar tu despensa? Mañana tengo que ir al mercado, así que puedo comprar lo que necesites para mañana y traértelo mientras trabajas — eso solo era cierto a medias, aunque ella no tenía por qué saberlo —. Vendré temprano por si lo necesitas. ¿Sabes que hago una tarta de calabaza fantástica?

— Oh, ¡eso es verdad! Todavía recuerdo la última que trajiste. No sé qué haces con el hojaldre, chico, pero no dejes de hacerlo, ¿quieres?

Él asintió y miró a Carol para obtener su aprobación.

Nicholas desechó las preocupaciones de su amiga con un gesto y mostró su disposición a ayudarlos a ella y a su padre tanto como fuera necesario. Al fin y al cabo, era parte del espíritu navideño que tan bien había arraigado en todo el pueblo hacía ya unas cuantas centurias, y a Nicholas no le costaba en absoluto ser amable con los Lumière tras años de agradable convivencia.

La despensa del señor Lumière tenía huecos aquí y allá, disponía de varias latas de conserva y de alimentos imperecederos, pero faltaban básicos sobre los que construir los platos: harina, pastas, algunos frutos secos, productos frescos. Carol se escandalizó al ver el estado de las reservas de su padre, pero ¿qué había que disculpar?

— Pensaba pasar por la carnicería — asintió, mientras ella seguía listando lo que deberían comprar para hacer una buena cena. Nicholas fue tomando nota de todo sin necesitar dejarlo por escrito. Eran pocas las cosas que se le olvidaban, siempre le habían dicho que tenía una memoria prodigiosa —. Bien, me encargaré de ello — Carol se tomó la molestia de redactar una lista y Nicholas la repasó en un breve vistazo. Le haría unas cuantas añadiduras de las cosas que Carol sospechaba que no había escrito para no abusar de su confianza —. ¿Alergias? No, no que yo sepa. Iré al mercado temprano, dejaré mis compras en casa y luego vendré aquí para ayudar a tu padre con la cena. No te preocupes, no dejaré que se acerque al horno más de lo estrictamente necesario. Y antes de que digas nada: no, no me supone ninguna molestia — se adelantó a sus pensamientos y guardó la lista en el bolsillo de su abrigo antes de regresar al salón para concluir su charla —. Te veré mañana, Carol. Si necesitáis algo, tú o tu padre, ya sabéis dónde encontrarnos, ¿de acuerdo? ¡Buenas noches, señor Lumière! — exclamó hacia el interior de la vivienda, recibiendo el eco de su respuesta.

El día había amanecido despejado, sin nubes en el cielo y con un grueso manto de nieve cubriendo calles y tejados. Aquella mañana fue especialmente fría, aunque eso no medró los ánimos de los vecinos de la aldea, que acudieron puntuales a su cita con el mercado. Todos tenían muchas cosas que organizar: comidas, cenas, dulces, decoraciones, regalos. Locales y visitantes apuraban las últimas compras, el mercado hervía de actividad, las charlas se mezclaban con las transacciones y el tintineo de las monedas pasando de unas manos a otras a cambio de cintas y bolsas de papel.

Nicholas visitó varios puestos. No era la primera vez que iba al mercado, ni muchísimo menos. Tenía ya una ruta establecida y conocía bien a los mercaderes, conocía los productos que vendían y cuál era el mejor momento para adquirirlos, recompensaban su fidelidad con pequeños detalles: el descuento de algunos centavos, la preparación de sus compras antes de que llegase a sus puestos, el regalo de otros productos de confección casera como bizcochos o mermeladas. El juguetero se tomaba el tiempo para hablar con ellos, conocía a sus familias y les preguntaba por ellas, pero también por sus proyectos: se interesaba por lo que hacían para su negocio, pero también fuera de ellos.

Llegó a la casa de los Lumiere aprovisionado con todo lo que podían necesitar para la cena y más: compró básicos de cocina, ingredientes y preparados que recordaba que le gustasen a Carol y a su padre. Aunque ella fuera una excelente repostera, supuso que le agradaría no tener que mancharse las manos para tomar un dulce, y los pasteles de la señora Galloway eran famosos en el pueblo y los alrededores. Llevaba tantas bolsas que tuvo que llamar a la puerta de Carol con un puntapié.

— ¡Carol! Soy yo, Nicholas. ¡Ábreme! — anunció tras golpear la madera.

Mientras esperaba oyó lo que parecía un tintineo proveniente del interior de la casa. Era difícil saberlo con los gruesos muros que la resguardaban. El aislamiento de las viviendas era fundamental para no pasar demasiado frío en invierno y para que la nieve que se acumulaba en los tejados no abriese goteras al fundirse sobre ellos. Al cabo de poco tiempo, Carol abrió la puertay antes incluso de que Nicholas pudiera saludarla ya se había encargado de hacerse con algunas de las bolsas que llevaba. Era inútil luchar contra los elementos, así que la siguió a la cocina y dejó el resto de las compras sobre la mesa para comenzar a ordenar. Olía a una particular mezcolanza de olores que Nicholas no supo identificar. Vainilla, quizás, canela, fibras quemadas y parafina.

— No te preocupes, Carol. Haz lo que tengas que hacer. Lo último que querría es que se te estropeen las velas — le aseguró —. ¿Todavía no has preparado nada? — miró el reloj que tenía en la cocina. — Bueno, todavía hay tiempo.

Terminó de organizar un montón que no le llevó demasiado tiempo porque ya había separado la compra en bolsas y fue a saludar al señor Lumière. Lo recibió con el mismo entusiasmo de siempre, charlaron sobre cómo habían pasado el día y lo lleno que estaba de gente el mercado, pero Nicholas tenía la cabeza en los fogones: había empezado a pensar en qué cocinar para la noche mientras esperaba que Carol regresara del taller.

Nicholas empezó a organizar los ingredientes por los platos que pretendían presentar para la cena: entrante, principal, postres si quedaba tiempo. Despejó mesa y encimera, guardó lo que no necesitaba en la despensa y buscó por los cajones los utensilios que requería para empezar a cocinar: un cuchillo, una cuchara, un cucharón, una tabla sobre la que trocear las verduras. El padre de Carol le fue mostrando dónde estaban las cosas, parecía contento por tener a alguien con quien conversar mientras su hija estaba ocupada. Nicholas le aseguró que no le era ninguna molestia llevar a cabo las preparaciones y desvió la conversación hacia otros temas antes de que el señor Lumière pudiera sentirse cohibido por su presencia en la cocina.

— Oh, no, no te preocupes — Carol regresó y empezó sus propias preparaciones —. Te ayudaré con esto, ¿de acuerdo? No me cuesta ningún trabajo trocear estas verduras para preparar el caldo, será solo un minuto y antes de que nos demos cuenta estarán en la olla cocinándose a fuego lento.

— ¿Has visto qué zagal más apañao’, hija? — señaló su padre con una sonrisa ufana. — Yo sí voy a querer algo de beber, ¿eh? Mejor que sea té, que vino ya beberé durante la cena… aunque bueno, estas fechas… ya se sabe.

— No me atrevería a ponerme a dieta en diciembre, desde luego.

— Pues eso.

Nicholas terminó de pelar y picar las verduras y las echó a una olla. Pronto los aromas se mezclaron con los de la carne que estaba preparando Carol, el calor de los fogones echó al frío invernal de la cocina.

Así, como por arte de magia, la cocina de los Lumière se llenó de color: la luz cálida que se derramaba por el plafón, el fuego crepitando bajo las ollas, el caoba de la mesa de la cocina, los destellos del metal de los utensilios de cocina, el blanco de la harina y el azúcar, el rojo de la carne, el naranja de las zanahorias, los brillos del agua que colmaba la olla en la que se cocinaría un caldo. De pronto, la estancia rebosaba actividad, contenía un pequeño caos en el que, sorprendentemente, los tres lograron trabajar sin molestarse los unos a los otros.

— ¿Qué tienes en contra de las natillas de canela? — le preguntó a Carol, divertido. — A veces, las cosas más sencillas son las que mejor funcionan. ¿Sabes la cantidad de juguetes que he inventado para que lo que más se venda año tras año sean los caballitos de siempre? Y eso por no contar con los niños que juegan con la caja en lugar de con el juguete que había dentro.

— Mira, eso me suena a mí de algo — comentó el señor Lumière, mirando a su hija con una sonrisilla en los labios.

Las preparaciones marchaban a buen ritmo y, aunque aún quedasen cosas por hacer, Nicholas no tenía duda de que estaría todo listo para la hora de la cena. El padre de Carol observó cómo iba dejando listo el caldo antes de colocar la tetera sobre el fuego.

— Las bolsitas de té están en aquel cajón, hijo — le señaló un armarito medio escondido —. ¿No quieres uno tú también? No sé si tendré mucha variedad, pero bueno, estás en tu casa, sírvete lo que quieras — Nicholas asintió —. ¿Cómo están tus padres? Hace tiempo que no los veo, y mira que el pueblo es pequeño, pero bueno, yo es que no salgo mucho, ya ves.

— Oh, están bien. Ellos tampoco salen, y menos con este frío, pero están bien. Un poco mayores, claro.

— Eso nos pasa a todos, ¿qué me vas a contar a mí?

Durante los últimos años, coincidiendo con el hecho de que sus padres estaban cada vez más mayores, había asumido más responsabilidades para ayudarlos a mantener su hogar sin demasiados esfuerzos.

Era agradable estar en aquella cocina, oyendo el borboteo de las ollas al fuego y el claqueteo de los cubiertos. Las llamas de los fogones habían caldeado el ambiente, el trabajo terminó de espantar el frío de la calle que se hubiese resistido a abandonar a Nicholas. No era la primera vez que estaba en la cocina de los Lumière. De hecho, conocía aquella casa tan bien como la suya propia. Por eso sabía dónde estaban las cosas y no tenía que molestar a Carol para ayudarla a preparar la cena.

— ¡Ah, sí! Las cajas — esbozó una sonrisa al dejarse tomar por la nostalgia —. Estaba muy orgulloso de aquel castillo. No le hablé a mis padres de otra cosa en semanas, y tardé años en dejar de mencionarlo cada vez que salía el tema.

Con el tiempo, había aprendido a construir juguetes de verdad. Al cabo de un par de años de aprendiz de carpintero ya habría podido levantar un castillo que se tuviera en pie por sí mismo; y con lo que sabía después de toda una vida dedicada a la artesanía, una cabaña en la que vivir cómodamente. Sin embargo, Nicholas sabía que nada le haría tan feliz como haberle regalado a su amiga un castillo de cajas cuando no eran más que unos niños con los ojos brillantes de ilusión.

— ¿Cuánto tiempo ha pasado ya de aquello? Madre mía — resopló —. A veces, cuando echo la vista atrás, me mareo.

— ¡Ay, hijo mío! ¡Qué lástima! Si todavía estás empezando. Ya verás cuando llegues a mi edad, ya.

Aquella frase ya se la habían dicho alguna vez sus padres, cuando comentaba con ellos lo rápido que se le caían las hojas a los calendarios. La polémica entre Carol y el señor Lumière le recordó a las que a veces tenía Nicholas cuando iba a visitar la casa familiar. Le pasaba a todos los padres e hijos que vivían separados durante un tiempo: las diferencias entre ambas partes se hacían más evidentes y, cuando volvían a estar bajo un mismo techo, no siempre era sencillo ignorarlas.

— Oh, les encantaría verte — respondió al ofrecimiento de Carol, retomando el hilo de la conversación —. Ya me han preguntado por ti. No te preocupes: entienden que acabas de llegar y que tienes muchas cosas por hacer — se adelantó al escenario porque no quería que su amiga sintiera remordimientos por no haber ido antes —. Les encantará verte. Cuando puedas, claro.

— Es que este chico es una joya — dijo el señor Lumière como para sí mismo, pero en un tono lo suficientemente alto como para que lo oyera él también.