Las aguas están más agitadas que nunca al otro lado del Atlántico. Los imperios luchan por establecer su dominio sobre las américas y es feroz la competencia por conseguir traer a bordo los más exquisitos tesoros perdidos en un millar de islas y las más profundas selvas. El transporte de mercancías por mar está siendo saboteados por piratas y corsarios financiados por la Corona Británica. Los gobernadores encargados de gestionar la economía de las posesiones españolas en ultramar hacen un llamado a la península: necesitan ayuda para limpiar de escoria el mar.

Así es como ascienden a don Diego de Lara a almirante de la Real Armada Española. Es un hombre con una reputación intachable, conocido entre sus filas por su férrea disciplina y entre sus enemigos por ser un hombre de justicia. Lo trasladan a Cuba, a la perla del Caribe, y allí lo colman de comodidades para que olvide la espada de Damocles que pende sobre su gaznate desde el mismo instante en el que juró bandera.

No es él el único peninsular que llegará a La Habana en busca de una nueva vida. La familia de los Valverde, con tierras repartidas por el entero de la península, enviará a una joven muchachita llamada Luisa a la capital de los territorios españoles de ultramar. Comprometida con el almirante de nada más y nada menos que la Armada, confía su familia en que se irán apartando de ella esas locuras de la edad que una joven en su posición no debería ni mentar.

Ninguna de las partes desea casarse, claro. Sus destinos están entrelazados por el deber, pero nada más. Aunque Luisa crea que su familia la ha echado a los brazos de un zafio y anciano funcionario, la sorprenderá descubrir que ante ella se presenta todo un caballero de maravillosa presencia. Y aunque Diego crea que no le ha quedado más remedio que rendirse ante la idea de tomar por esposa a una mujer con la que no comparta más que un par de alianzas, quizá le agrade saber que tendrá a su lado a la más entregada estratega del imperio.

Diego no pudo contener una oleada de tristeza al pensar en que su prometida se había despedido de su familia para embarcarse en el viaje que la había llevado hasta allí. Él también lo había hecho, claro, pero por voluntad propia, sabiendo que lo que deseaba se encontraba al otro lado del océano. La señorita Valverde, sin embargo, había renunciado a su vida en la península a cambio de ser la esposa del almirante de la Armada Española. ¿Cuántos años vivirían sus padres? ¿Podrían volver a verse algún día, quizá si Diego fallecía antes que ellos, tras caer por la borda de su navío destruido por los cañones enemigos? ¿Qué sería de su prometida cuando él no estuviera?

No tenía respuesta para ninguna de las preguntas que brotaron de aquella idea: de hecho, con cada una de ellas surgían nuevas cuestiones, como afluentes de un río, que tampoco sabía cómo enfrentar. Al mirar a la señorita Valverde le pareció intuir en la leve tensión de sus hombros y su mandíbula que había algo más que no le quería contar. Tal vez pensaba en lo mismo que Diego, y rememorar que había abandonado todo cuanto conocía en el momento en el que subió al barco en el que atravesó el Atlántico en mitad de una recepción que pretendía celebrar su compromiso no era la mejor de las ideas.

— Sí, yo creo que sí — intentó transmitirle una seguridad que no sentía: Diego imaginaba que a su madre le habría gustado conocer a Luisa, porque solía insistir en que estaba demasiado centrado en su trabajo y necesitaba a una buena mujer sobre la que sostener su carrera militar, pero lo cierto es que no sabía si hubieran logrado congeniar. A efectos prácticos, no importaba, dado que nunca podrían mantener una conversación que confirmase o deshiciera sus dudas al respecto —. También hay padres a los que no les agradan los hombres a los que les entregan a sus hijas en matrimonio, ¿no es así?

Al final, poco importaban las apreciaciones a nivel personal de cualquiera de los miembros de las familias que se unirían a través del matrimonio. El enlace entre los esposos no era más que la formalización de una unión comercial en la que los intereses económicos y sociales siempre estaban por encima de cuestiones tan triviales como lo bien que se llevasen los contrayentes, a no ser, claro, que las diferencias entre ambos sujetos fueran del todo irreconciliables. A Diego no le parecía que su prometida fuese a darle ese tipo de problemas. Sin embargo, sabía que era demasiado pronto para averiguarlo.

Diego | En el salón | Ocaso | Con Luisa

La mayoría de amigos, compañeros y conocidos de Diego ya habían contraído matrimonio. Lo habitual era que los miembros del ejército se casaran jóvenes. La premura respondía a dos motivaciones: el miedo por la posibilidad de la muerte y el deseo de proteger a sus parejas convirtiéndolas en sus esposas en el caso de que fallecieran en acto de servicio. Algunas parejas eran afortunadas y fundamentaban sus matrimonios en el amor; otras desarrollaban el afecto a lo largo de los años; y otras tantas, se limitaban a una convivencia más o menos pacífica desprovista de cualquier pasión.

Puestos a elegir, pensaba Diego, él se conformaba hasta con la última de las opciones si eso significaba no estar en guerra con su esposa. Bastante batallaba ya en su día a día con los piratas que infestaban las costas caribeñas como para tener que lidiar con hostilidades en su propio hogar. En cualquier caso, además, él era demasiado mayor y su prometida demasiado joven como para que surgiera una chispa entre ellos, por lo que su idea era satisfacer sus necesidades materiales y tratarla con respeto mientras estuviera con ella, no hacer ninguna de las locuras que había oído relatar a compañeros de tripulación.

La pregunta sobre la ubicación de su vivienda lo sorprendió, aunque debió haberla previsto. Lo cierto era que no se había parado a considerar aquellos menesteres, dado que sus desplazamientos siempre habían estado condicionados por el estado de las aguas, pero eran temas que ahora convenía abordar.

— Es una buena pregunta — frunció los labios y el ceño mientras pensaba en ello —. Mientras sea almirante, no podré retirarme de la vida pública a una finca en el campo, aunque os mentiría si dijera que no lo he pensado alguna que otra vez — decidió cambiar de enfoque para no parecerle mayor de lo que ya era hablando sobre su jubilación —. Mi idea es permanecer en el fuerte durante los años que me queden al mando de la Marina Española. Podéis, sin embargo, comenzar a hacer gestiones para trasladarnos a una segunda vivienda. Dispongo de varios terrenos repartidos por la isla y estoy seguro de que alguno de ellos será de vuestro agrado. Son tierra salvaje, prácticamente, y habría que trabajar para civilizarla, pero si eso es de vuestro interés, confío en vuestras capacidades de gestión.

Diego | En el salón | Ocaso | Con Luisa

A Diego le agradó la complacencia de su prometida. No le pasó desapercibido el destello en su mirada al mencionarle la posibilidad de ser la dueña y señora de su finca. Diego de veras creía que aquello era lo mejor de cuanto podía ofrecerle.

— Me gusta mucho mi trabajo, muchísimo. Mi lugar ahora mismo está en el mar, con mis hombres. Sé que vais a pasar mucho más tiempo que yo en tierra, por lo que no veo por qué no daros completa libertad para que transforméis la finca en un hogar en el que os encontréis cómoda.

¿Por qué iba a torturarla encerrándola en un lugar que no fuera de su agrado? Ya bastante era que hubiese atravesado un océano para llegar hasta él. Lo menos que podía hacer era compensarla de aquel modo, con la esperanza de que eso sentase las bases de su matrimonio.

— No dudo de que lo haréis bien. Podemos hablar de los detalles del presupuesto en otro momento. Ahora, mi señora, ¿os gustaría bailar conmigo? La banda ha empezado a tocar.

Diego | En el salón | Ocaso | Con Luisa

El almirante estaba seguro de que si hubiera tenido mejor oído, habría podido escuchar el zumbido de los pensamientos de su prometida sobre el murmullo de las conversaciones que habían llenado el salón. No la conocía lo suficiente como para estar familiarizado con el significado de las sutilezas en su gesto que solo aprendería tras años de convivencia, pero sí podía intuir que las prolongadas pausas entre sus intervenciones obedecían a la organización del millar de posibilidades que debía haber germinado en sus ideas.

«La mente ociosa es el patio donde juega el diablo», había oído Diego decir a los frailes en más de una ocasión, cuanto había sido un niño. En aquel entonces no terminaba de comprender qué significaba aquel dicho, pero con los años lo había entendido. Cuanto más entretenida estuviera su esposa, mejor: así tendría menos tiempo para reparar en las prolongadas ausencias de Diego o preocuparse por los peligros que acechaban en las costas españolas. La generosidad del almirante no se debía únicamente a una cuestión práctica. En realidad, también quería que la señorita Valverde tuviera un proyecto para sí misma, algo que la ilusionara.

— No me preocupa lo que piensen otros hombres. Solo los débiles de carácter se dejan llevar por los designios ajenos en lugar de luchar por los propios.

La proposición de baile no fue tan bien recibida como la propuesta de la finca, pero la señorita Valverde la aceptó de todas maneras. Diego contuvo un suspiro de resignación. Todavía era pronto para esperar algo más que una distante cortesía. Le ofreció la mano a su prometida y la llevó hacia el centro del salón, donde ya se habían reunido otras parejas. Con independencia de la agilidad que le requería su puesto en la marina, Diego era un buen bailarín. Puso una mano en la cintura de su prometida, comenzaron a moverse en círculos por la sala y pronto se convirtieron en el centro de todas las miradas.

Diego | En el salón | Ocaso | Con Luisa

La señorita Valverde se sorprendió al comprobar que su prometido no tenía dos pies izquierdos. Él podría haberse ofendido por la suposición, dado que lo más probable era que viniera de la idea de que los ancianos decrépitos no podían bailar debido a la descalcificación de sus huesos, pero escogió aceptar el cumplido y dejar pasar lo demás.

— Os sorprendería — le respondió, esbozando media sonrisa cuando volvieron a acercarse —. A veces, las cosas están tranquilas y los soldados tienen algo de tiempo libre. Como están de guardia, no pueden volver a sus casas, así que buscan algo que hacer en alta mar. Son muchos los hombres que practican baile cuando tienen la oportunidad, aunque negaré ante cualquiera de mis subordinados haberos contado esto — volvieron a separarse, se acercaron y Diego hizo girar a la señorita Valverde —. ¿Sabéis el equilibrio que hay que tener para bailar sobre la cubierta de un barco?

A ellos ya se habían unido otras parejas que bailaban a su alrededor. La música ocultaba sus conversaciones, un agradable murmullo llenó el salón y hacia el final de la pieza, las notas volvieron a unir a las parejas.

— Debéis de haber estado en muchos bailes como este — volvieron a girar hasta quedar cara a cara —. Aunque, bueno, una vez bailé con una anciana dama que llevaba toda su vida asistiendo a eventos del estilo y me pisó tantas veces que regresé cojeando — sonrió —. No se lo tuve en cuenta.

Diego | En el salón | Ocaso | Con Luisa

A Diego le hizo gracia que su prometida se sorprendiera por lo que le había contado. La joven Valverde creyó que estaba poniendo a prueba su ingenuidad, pero eso no era cierto, así que el almirante se vio obligado a reafirmarse en sus palabras.

— Os juro por mi honor que es cierto lo que os cuento — le aseguró con toda la solemnidad que fue capaz de invocar —. Que me parta un rayo ahora mismo si es que os he mentido.

Tampoco estaba en los planes del almirante comenzar su matrimonio mintiéndole a quien sería su futura esposa. Nunca le había gustado mentir, ni siquiera para hacer bromas, y no pretendía empezar ahora.

— Quizá penséis que los soldados son hombres serios y formales, de una estricta disciplina, y estáis en lo cierto, pero solo hasta cierto punto. Al fin y al cabo, muchos de ellos son jóvenes normales y corrientes, que tienen las mismas inquietudes que cualquier otro muchacho, por lo que es natural que tengan afición por el baile o el canto — le explicó Diego a su prometida mientras ellos mismos bailaban. Descubrió que la danza apasionaba a la señorita Valverde y tomó nota de ello —. Vuestra coordinación es magnífica — la amenaza velada de ella lo hizo esbozar una sonrisa —. Me parece un trato justo.

Diego | En el salón | Ocaso | Con Luisa