una batalla no es la guerra

Aquel día caía un sol de justicia sobre la ciudad de Troya. La luz se derramaba sobre las murallas y las dunas de la playa. La arena resplandecía convertida en oro del mediodía. Los aqueos se abrieron camino a través de ella, sus huellas dibujaron un sendero desde el puesto de avanzadilla que habían ergido a unos metros de las olas que insistían en romper una y otra vez contra la costa y los portones de la ciudad que pretendían asediar hasta que no quedase de ella más que su recuerdo.

Al fin, para el inmenso placer de Ares, había llegado la guerra. Al igual que el resto de los dioses, observó el que sería el primer encuentro entre troyanos y griegos, aunque él no sentía expectación, sino impaciencia. ¿No se había retrasado ya lo suficiente la batalla? ¿Qué necesidad había de posponerla una vez más? ¿Acaso no sabían ambas partes que la declaración de guerra ya no podía ser revocada de ninguna manera?

Ares frunció los labios y fingió no oír los comentarios de Poseidón. No estaba de humor para fingir que no despreciaba al rey de los mares. Solo se involucró en la conversación cuando su hermana buscó su mirada desde el otro lado de la sala.

— Ya es muy tarde para una ofrenda de paz — convino —. Los propios troyanos lo saben. Ningún trato convencerá a los griegos de abandonar sus puestos después de haber movilizado a tantas naves. Los aqueos no se marcharán sin la gloria de haber sometido a la ciudad de Troya.

una batalla no es la guerra

Era cierto que los dioses de la guerra, fieles a lo que representaban, no solían estar de acuerdo en nada. Ares y Atenea habían peleado más veces de las que cualquiera de los dos pudiera contar. Las primeras memorias del dios eran de las batallas que tenía día sí y día también con su ya no tan insoportable hermana, y debía hacer un esfuerzo si quería recordar las pocas ocasiones en las que habían coincidido en algo.

Aun así, si las miradas matasen, Poseidón ya se habría visto reducido a polvo de estrellas tras su aguda observación. ¿Qué tenía él que decir sobre nada de lo que implicase a Ares o a su hermana? Sacudió la cabeza y se encontró con los ojos de Atenea. A pesar de sus diferencias, podían comunicarse sin pronunciar una sola palabra. No le costó imaginar lo que estaba pensando la diosa, intuía que sería lo mismo que se le estaba pasando a él mismo por la cabeza.

— Acostúmbrate, Poseidón — le dijo, sin un ápice de duda, devolviendo su atención a la playa.

El aire había cambiado, ya no arrastraba el salitre de las olas, sino también el aliento de los miles de soldados que anticipaban la batalla. Los dioses observaron el parlamento como el cazador que atisba su presa a través de su arco. La cuerda se tensó y se tensó hasta que estalló en un disparo.

— Por fin — en la mirada de Ares chisporroteó un destello de deseo —. Estaba empezando a impacientarme.

Descendió junto a su hermana al caos de la batalla. Aspiró la arena revuelta, el miedo transpirado, los gritos de los generales. Oyó el gemido del primer herido, vio la primera sangre, observó la primera herida, se deleitó con la primera sangre. Los rumores eran ciertos: aquella sería la más grande de las guerras. Bajo su piel vibraba la sed de venganza de los fantasmas que cargaba a las espaldas.

una batalla no es la guerra

Ares no habría podido disimular su entusiasmo ni aunque así lo hubiera pretendido. A pesar de que cada segundo de espera se le antojaba toda una eternidad, estaba disfrutando al sentir cómo la expectación crecía cada vez más hasta invadir por completo el espacio y hacer el aire irrespirable. Dioses y mortales estaban a la espera de ver qué ocurría en la playa. A Ares le costaba recordar un evento de proporciones semejantes, que hubiese logrado unir los cielos con la tierra que observaban desde su cúpula dorada.

La diosa de la sabiduría debía de estar disfrutando de aquello tanto como él. Él y ella habían pasado jornadas enteras observando los movimientos de uno y otro bando, hablando de estrategias mientras la luna recorría la bóveda celeste para dejar paso a sucesivos amaneceres. Aquella era la primera vez, quizá, que habían logrado mantener a un lado sus diferencias mientras estuvieron juntos, centrados en una causa común que superaba cualquiera de las riñas que los hubiera separado hasta el momento. Por ello, Ares recibió el comentario de Atenea con una risita en lugar de con un gesto hastiado.

— ¿Y estropear toda la diversión? — levantó una ceja. — No se me ocurriría por nada del mundo, hermanita.

Al alcanzar la arena, desapareció ante los ojos divinos y los mortales. Estaba en el viento que se levantaba desde el mar y arrastraba consigo el salitre del agua para adherirse a las corazas, en el tintineo de las piezas metálicas de las armaduras de los soldados, en el sudor que nacía en su rostro para deslizarse por su espalda, en el choque de las armas, en las gargantas doloridas por los gritos y en la sangre que saltaba de las heridas para manchar el suelo. Ares se perdió en el caos y allí se encontró feliz.

una batalla no es la guerra

La entropía de la batalla era difícil de explicar. Era necesario estar inmerso en la lucha para comprenderla del todo, y ni así podía uno admirar cada uno de sus detalles y todos sus matices. Ares respiraba la emoción de los soldados: algunos se dejaban llevar por un frenesí primario, animal, ebrios del poder que les otorgaba la violencia; otros sentían honra por entregar sus vidas por una causa en la que creían, aunque no eran la mayoría; los había que comprendían en mitad de la pelea que sus vidas terminarían sobre aquella arena y que no regresarían a casa. Entonces, estallaba un relámpago de terror, pero se transformaba: en un destello de esperanza, en un instante de duda, en la aceptación solemne.

A los mortales los horrorizaba lo frágil de su existencia. No comprendían lo valioso del tiempo del que disponían hasta que este se les escurría como arena entre los dedos. Al dios de la guerra lo abrumaba la intensidad de las emociones que transpiraba la guerra: era ganar o perder, vivir o morir, todo o nada. Él nunca se había enfrentado a conceptos tan complejos. La eternidad era suya y, por tanto, todo cuanto hiciera o dejase de hacer carecía de importancia si se tomaba en cuenta que pasarían los siglos y cualquiera de sus tropiezos no sería más que un guijarro en el estanque de la inmensidad del tiempo.

Estaba en todas partes y, a la vez, en ningún sitio. No podrían verlo más que en los destellos de las miradas de los guerreros a los que escogía infundir valor. Tomaba prestados sus cuerpos para sentir el martilleo de sus corazones contra el pecho, segaba con sus manos la vida de sus enemigos, respiraba el salitre ensangrentado. Cuanto más cerca estaba de la condición humana, más cerca se sentía de sus designios divinos. Por eso, cuando el fragor de la batalla comenzó a disiparse, lo sintió desagradable, como si el chirrido de la madera sobre la loza hubiera interrumpido una sinfonía preciosa.

Aunque no quería abandonar el centro de la arena, se obligó a regresar junto al resto de las deidades. Algo había cambiado.

— ¿Qué pasa? — exigió saber. — ¿A qué obedece esta retirada?

una batalla no es la guerra

Aún zumbaba en sus oídos el clamor de la batalla cuando oyó las explicaciones de su hermana. Ares conocía la profecía que afirmaba que sería Aquiles quien pusiera fin a aquella guerra entregándole a los aqueos su ansiada victoria. No obstante, no comprendía por qué la ausencia de Aquiles era óbice para que prosiguiera el combate.

Era cierto que la ciudad de Troya estaba bien defendida, pero los griegos contaban con el mayor ejército que hubiese luchado jamás ninguna guerra. ¿Por qué no seguir presionando, si podían soportarlo?

Si era Aquiles el problema, la solución estaba clara.

— Convéncelo de que luche. Eres la diosa de la sabiduría y la inteligencia. Él no es más que el hijo de una ninfa y un simple mortal. Te he visto hacer cambiar de opinión a dioses. ¿Cuál es tu plan para que Aquiles luche contra los troyanos? ¿Qué es lo que pretendes hacer ahora? — ladeó la cabeza. — Porque vas a hacer algo, ¿verdad? No me has traído hasta aquí para hacerme esperar a los designios de un adolescente enamorado.

una batalla no es la guerra

La diosa de la sabiduría había sido concebida como una adulta. No había tenido infancia, no había sido una niña llena de curiosidad por descubrir lo que la rodeaba. Atenea había nacido sabiendo y, sin embargo, a Ares le pareció que en aquel momento estaba lidiando con una adolescente malencarada que no era capaz de admitir que por una vez no se encontraba en lo cierto.

— ¿Qué es lo que se supone que tengo que escuchar, Atenea? ¿Que te rindes? — le preguntó sin disimular su molestia. — ¿Tengo que creerme que tú, precisamente tú, no tienes ningún plan para convencer al mejor guerrero de su generación y quizá de la historia para que libre la batalla que nació para ganar? ¿De verdad?

Ares tenía razón, todos los presentes lo sabían. De sobra era conocida la profecía que decía que la guerra de Troya no terminaría sin la intervención del príncipe de Ftía, pero lo cierto es que ni siquiera podían decir que hubiera empezado la guerra. Una batalla no significaba nada.

— No me digas lo que tengo que hacer. No soy uno de los tuyos.

No obstante, decidió dejar la discusión. La única razón por la que tendría paciencia sería que la guerra acababa de empezar. Era pronto para invocar a Aquiles, y tarde o temprano lucharía por los griegos. Estaba escrito en las estrellas, era cuestión de tiempo. Y a Ares se le acabaría terminando la paciencia.

cambio de lealtades

El paso del tiempo no significaba nada para un ente inmortal. A diferencia de los humanos, los dioses no se veían sometidos por lo inexorable del tiempo. Cada día era exactamente igual que el anterior: una gota en un océano cuyos límites se extendían hacia lo infinito. Eso no significaba que los dioses no fueran conscientes del transcurrir de los días, simplemente no les solía importar, puesto que para ellos no suponía ninguna urgencia.

No obstante, conforme pasaban los días para los troyanos y los aqueos, los dioses comenzaron a preguntarse, igual que los hombres, cuándo comenzaría la verdadera batalla por la conquista de Troya. Aquiles aún no se había decidido a luchar por los griegos y, mientras el príncipe se negase a cooperar, la guerra se reduciría a escaramuzas que ambos bandos sabían que no resultarían en nada más que unas bajas difícilmente significativas. Pese a que el derramamiento de sangre gratuito debía haber satisfecho los anhelos del dios de la guerra, Ares se encontró más impaciente que ningún otro dios porque Aquiles se decidiera a luchar. Esperaba que el caos devenido de su participación en la guerra fuera a compensar todo lo demás.

— Aquiles sigue sin luchar — comentó, aparentemente ausente, mientras contemplaba su cómoda posición en el campamento griego.

— Eso parece — Hermes estudiaba las puntas de sus flechas con sumo interés —. ¿Te molesta?

— Sí.

Hermes chasqueó la lengua.

— Pues qué pena — replicó Hermes —, porque parece que esto va para largo, ¿no te parece?