Helping others

Ningún otro dios, ninguna criatura, ni ningún mortal podrían comprender el amor como lo hacían Ares y Afrodita. Nunca, jamás, nadie podría entender la belleza en lo violento de saberse perdidamente enamorado de otra persona. A Ares le había bastado un solo vistazo para enamorarse de Afrodita, aunque en un principio no hubiera sido del todo consciente de ello. El deseo lo consumió, como habría devorado una fragua una pieza de madera seca. Ares puso su mundo del revés, se sintió morir de anhelo, tiró por tierra todos sus planes para conquistar a Afrodita y la hizo suya a pesar de que estuviera casada con el dios del fuego y la fragua, y la misma noche que la tuvo entre sus brazos supo que reduciría el mundo a escombros si su Dita se lo pidiera.

— Si yo desapareciera, solo tú podrías traerme de vuelta — puso una mano sobre la de ella, se acurrucó en el hueco de su palma —. Por nadie más regresaría.

¿Qué iban a saber el resto de dioses sobre amar y ser amados? A ellos nunca los había desgarrado una herida del corazón de las que alcanzan el alma y dejan una cicatriz en ella, ellos siempre habían tenido la adoración de su pueblo, y no podían llegar a comprender el amor si no probaban el filo del desamor, el mismo que había herido a Ares desde su nacimiento, apartado del resto de deidades, tratado como un sobrante.

— Apolo se pasará el resto de la eternidad lamentando el rechazo de Dafne. Es su condena por ser inmortal. Ella desaparecerá y él asimilará su pérdida, aunque quizá le lleve varios siglos hacerlo.

— Y así se acordará de mí hasta que las centurias le hayan rasgado la memoria.

— Y cuando el tiempo se haya agotado, cuando ya no existan los mortales ni existamos los dioses sin ellos para que nos adoren, su deuda con tu honor estará pagada.

Fairest of them all

El Olimpo experimentó un inusual periodo de paz tras la pataleta de Apolo. Aunque decir que no ocurrió nada sería faltar a la verdad, lo cierto es que los conflictos entre dioses, semidioses, criaturas y mortales no se salieron de lo habitual. Los asuntos de otras deidades no molestaron a Ares. En su lugar, se dedicó a observar el mundo terrenal. Le fascinaban los humanos porque eran incapaces de permanecer en paz. Allá donde mirase siempre había algo con lo que entretenerse: las chispas de una discusión acalorada, las llamas de una pelea, el fuego de una batalla, la destrucción de una guerra.

El resto de los dioses solían mirar a Ares por encima del hombro porque no se implicaba en los asuntos del Olimpo, pero lo cierto es que al dios de la guerra le gustaba la política tanto como a cualquiera. Aunque lo desesperase la lentitud con la que sucedían las cosas que debatían reyes, generales y parlamentarios, era de la política de donde nacían la mayoría de batallas que saciaban su sed de sangre humana. Según había podido ver, los griegos pretendían conquistar nuevos territorios y expandir así su imperio, lo cual solo podrían conseguir sometiendo a las civilizaciones que los rodeaban. Quizá, pensó Ares, se llevasen una sorpresa, porque había visto a fierísimos guerreros empuñar armas para otros ejércitos. Y quizá, pensó el dios, a su dulce Afrodita le gustaría saberlo. Charlaban sobre cualquier cosa con la misma facilidad con la que podían pasar horas en silencio sin hacer otra cosa que disfrutar de su mutua compañía, así que Ares fue a buscar a su Dita y la encontró observando su precioso reflejo en un espejo.

— Mi preciosa Dita — la llamó, sintiendo que se le escapaba el aliento. Ella corrió hacia él, se lanzó a sus brazos y Ares la levantó del suelo y la estrechó contra su cuerpo hasta eliminar toda distancia entre ellos. Saboreó el verano en sus labios, lo maravilló la suavidad de su pelo —. ¿Qué tramáis vosotras dos? ¿Debería estar preocupado?

Fairest of them all

La risa de Afrodita era como la primera floración de la primavera: un estallido de vida, un recuerdo de lo bella que podía ser la existencia, el sentido de la existencia. Desde que había conocido la risa de Afrodita, había procurado volver a oírla tantas veces como le fuera posible.

— La conozco — asintió —, por eso te lo pregunto.

Resultó que a la diosa de la discordia no se le había ocurrido otra cosa que establecer una competición entre el resto de deidades para valorar su hermosura. Ares frunció ligeramente el ceño. No comprendía por qué habría de establecerse ningún concurso para concluir lo que para él resultaba obvio. Ninguna otra diosa estaría jamás a la altura de su Dita, ¿qué sentido tenía enfrentarlas, si no crear el caos?

— No lo entiendo — le dijo —. No hay competición posible. Tú eres la criatura más bella que jamás haya honrado la tierra. No hay nada más hermoso que tú, ni en el reino de los cielos, ni en el de los humanos. ¿Quién iba a querer compararse contigo?

El hecho de que fuera a ser un simple mortal quien juzgase la belleza de las diosas terminó de desconcertar a Ares. ¿Cómo iban a dejar una decisión así en manos de un hombre? ¿Quién tendría el criterio de escoger la belleza de una diosa por encima de la otra? Por más que pensaba en ello, no se le ocurría una recompensa a la altura de tal empresa.

— No lo sé — admitió —. ¿Te refieres al premio que recibirás cuando ganes? ¿O a lo que le ofreceréis al mortal que os haga de jurado?