A Nika no le hizo ninguna gracia que Ryan pusiera en tela de juicio su psicosis desde el rellano de la escalera. Quizá se estaba preocupando demasiado, sí: si pensaba en ello fríamente y se ponía en la piel de un asesino en serie, no saldría en plena ventisca en busca de su próxima víctima y, desde luego, si tal víctima le preguntase desde el otro lado de la puerta si tenía intenciones homicidas, no respondería con sinceridad, pero no hacía falta que Ryan señalase sus incongruencias desde su privilegiada visión cisheteromasculina.

La gente hacía y decía tonterías cuando estaba asustada, y el panorama para Nika era desolador. Alex se había quedado atrapado en el apartamento de su novio, por lo que no podía contar con su compañía aquella noche. Dios se había enfadado con Toronto y había enviado una ventisca para enterrarla en nieve. El barrio entero se había quedado sin luz y el poco apoyo moral que ofrecía Macho no bastaba para infundir seguridad a Nika, por lo que tendría que contentarse chinchando a su vecino de enfrente para no pensar en el dinero desperdiciado en los congelados que se echarían a perder si no volvía pronto el suministro eléctrico. Qué cosas.

Oír las desgracias de su cosmopolita vecino americano le curvó los labios en una sonrisa. Siempre era divertido ver a foráneos descubrir Canadá.

— No me extraña — le miró los pies y ladeó la cabeza —. Con esos zapatos lo raro es que hayas logrado llegar hasta aquí.

Un relámpago iluminó el apartamento y hasta Nika se dio la vuelta para mirar a través del ventanal. No es que eso fuera a aportarle nada, porque evidentemente no corría más que la luz, pero fue un acto reflejo.

— Tampoco soy un monstruo — le respondió —. Aunque si vuelves a meterte conmigo, tendrás que conformarte con el rellano — volvió al sofá y miró a Ryan —. Siéntate, ¿no? Estás… un poco raro. No sé — no sabía advertir exactamente qué, pero había algo en Ryan que era distinto, y a Nika la sorprendió descubrir que así la incomodaba todavía más —. ¿Te pasa algo?

Ryan Reese era la prueba viviente de que se podía ser una superestrella de renombre internacional sin dejar de ser un pringado. Los zapatos le podrían haber costado una fortuna, pero no eran adecuados para sobrevivir al invierno torontontiano. El dinero, como bien decía el padre de Nika, no podía comprarlo todo.

Cuando volvió a mirar a Ryan, le pareció verlo encogido. Nika frunció el ceño y se fijó mejor. ¿Le habían aumentado las dioptrías? ¿Por qué el petardo de su vecino parecía de pronto un cachorrillo asustado, temeroso de la lluvia? Estados Unidos y Canadá tampoco estaban tan lejos. No podía haberlo sorprendido la tormenta. Nika estaba segura de que habría visto algunas parecidas desde su lujosa mansión de la Costa Oeste. ¿Llovía en California? Por los anuncios no habría podido decirlo.

— Oh, Dios mío — murmuró Nika —. ¿Tienes miedo? ¿En serio? Un tío grande y fuerte como tú no puede estar asustado de una lluvia de nada — un relámpago alumbró el apartamento y lo sucedió un estruendo —. Esto no es nada del otro jueves, hombre — le estaba costando aguantarse la risa —. ¿Seguro que te compensa quedarte aquí, en Toronto, con este clima? ¿No estarías mejor en tu mansión? — entonces, se le ocurrió preguntar. — ¿Por qué te has quedado aquí, por cierto? Se supone que lo hemos dejado. No tiene mucho sentido que sigas viviendo en la acera de enfrente. Y no se te ocurra mentir, Reese, porque entonces abriré la ventana.

Si Ryan estaba tratando de intimidarla, no lo iba a conseguir. En circunstancias normales, a Nika le traía sin cuidado que fuese uno de los cantantes más conocidos de la industria, y le daba exactamente igual que tuviera el suficiente dinero para comprarla a ella y a toda su familia unas quince veces con el dinero que le sobrara del mes. En el apartamento de Nika, muerto de miedo por la tormenta y encogiéndose como un perrillo de la calle cada vez que caía un relámpago, Ryan Reese había perdido toda su presencia. Ya no era la gran superestrella de Capital Records, sino una persona. Quizá por eso Nika se descubrió compadeciéndose de él. «Pobrecito», pensó, antes de escandalizarse consigo misma por semejante idea. «Está muerto de miedo».

— No te parecerá normal, pero lo es. Estás en Toronto. Bienvenido — le dijo y, por primera vez desde que se conocían, habló sin una pizca de malicia.

El hecho de que Ryan le echara la culpa de todo a su representante, que, por cierto, no estaba allí para defenderse, hizo que Nika arquease una ceja. El tal Jerry, hasta donde ella sabía, era bastante liante, pero tampoco se terminaba de creer que Ryan no hubiera tenido nada que ver con su mudanza al edificio de enfrente.

— Bueno, no se está tan mal aquí — admitió, encogiéndose de hombros —. Sigue siendo un poco raro, ¿no te parece? Un poco de acosador eso de mudarte enfrente de tu ex. Pero bueno, qué sabré yo sobre relaciones públicas. O sobre relaciones, en general — entonces se dio cuenta de que no debería haber dicho lo último en voz alta —. Otra pregunta: ¿qué haces aquí, concretamente, con la que está cayendo? ¿Por qué has venido? ¿Tienes miedo? Si es eso, no pasa nada, ¿eh? A mí también me daban miedo las tormentas cuando era pequeña. Podemos… no sé, hacer algo hasta que se pase un poco.

Macho apareció en escena para enroscarse alrededor de las piernas de Ryan.

— Él está de acuerdo, ¿ves?

Resultó que el chico malo de Estados Unidos, el que salía en sus vídeos musicales montado en motos de alta cilindrada con chupas de cuero y gafas de sol oscuras, por el que suspiraban más mujeres de las que jamás podría tener, tenía miedo a las tormentas. Aunque Nika le había dicho que no pasaba nada, lo cierto es que se estaba descojonando de risa, aunque tuvo la decencia de disimularlo. Sabía que si hubiera sido ella quien estuviera asustada, Ryan se habría reído, pero ella era mejor que él y no pensaba rebajarse a su nivel, por más que fuera a arrepentirse después.

— Vaya, ¿estás acostumbrado a tornados y no a tormentas? — le preguntó. — La verdad es que aquí, en esta zona en concreto, son bastante raros, los tornados, pero… ya ves que lo compensamos.

Cuando Ryan le habló de las incomodidades de su estupendo apartamento, por el que seguramente habría pagado más dinero del que Nika iba a tener en toda su vida, ella puso los ojos en blanco.

— Ah, sí, tiene que ser tan incómodo… — le dijo con la ironía justa para que pudiera pasar desapercibida. — Bueno, ¿te vas a quedar ahí de pie hasta que se pase la tormenta? Mira que si te tiene que partir un rayo, te va a partir igual estés de pie o no — entonces, añadió —. Cosa que no va a pasar. Porque no va a entrar ningún rayo por la ventana. Siéntate, por favor. Me pone nerviosa verte de pie — se hizo a un lado en el sofá y suspiró —. ¿Qué quieres que hagamos mientras llega el apocalipsis? Se me ha ido la luz, así que no puedo ofrecerte una peli, pero… no sé. Podemos hacer otras cosas. Supongo. No sé si tengo aquí algún juego de mesa, aunque tampoco es que podamos ver las cartas así.

A Nika le seguía pareciendo una locura que Ryan no estuviera acostumbrado al mal tiempo. Si no se había acostumbrado a los tornados de Estados Unidos, difícilmente iba a hacerse con las tormentas de Canadá, porque hasta donde Nika sabía, logísticamente eran peor: cortaban las carreteras durante varios días, provocaban cortes de luz, reventaban cañerías. Nika dudó, pero decidió no contarle nada de eso a Ryan. Le pareció que ya estaba bastante asustado, no hacía falta que lo hiciera entrar en pánico.

— Pues es una muy buena pregunta. Supongo que se entretenían leyendo o mandándose cartas. No lo sé. ¿Pintando, quizá? — frunció el ceño un momento y concluyó. — Por eso eran tan brillantes los filósofos griegos. Se pasaban el día pensando en movidas filosóficas porque no tenían nada mejor que hacer. Si Sócrates hubiera tenido Netflix, las cosas habrían sido distintas, ya te lo digo. Tanto ser y tanto estar…

Macho saltó al reposabrazos del sofá para reclamar la atención de Ryan. Él, a diferencia de su invitado, parecía completamente ajeno a la tormenta que sacudía los cristales del apartamento.

— A ver, por querer… pues querría estar en alguna isla paradisíaca de esas que se ven por la tele. No sé, en las islas Fiji. No sé ni dónde están, ni qué aspecto tienen, pero no suena mal, ¿verdad? Estar tirada a la sombra de un cocotero en una playa de arena blanca y aguas cristalinas suena bastante mejor que esto — la lluvia arreció y descargó contra las ventanas —. Pero bueno, volviendo a la realidad… Veo, veo — canturreó —. Una cosita. Que empieza por la letrita… — miró a su alrededor y se fijó en el cesto en el que guardaba todo lo que solía dejar por medio del salón. — C.

La tormenta pasó y Toronto volvió a la normalidad. El tráfico se restableció, así como el suministro eléctrico, y nadie habría dicho que la ciudad se había sumido en el caos hacía poco más de una semana. Alex visitó a Nika para asegurarse de que seguía con vida y ella, por alguna razón, omitió contarle la visita de su célebre vecino. No creía que Ryan hubiese tenido esa consideración con ella de haberse invertido sus papeles, pero lo hizo de todas maneras.

En clase, descubrió que la gente todavía no se había olvidado de ella. Seguían reconociéndola por los pasillos. Nika no se había acostumbrado a que la gente la mirase, ni a que dejasen de hablar cuando pasaba por su lado para volver a cuchichear en cuanto les daba la espalda, pero las cosas estaban volviendo a la normalidad muy poco a poco: como le había roto el corazón a nada más y nada menos que Ryan Reese, nadie quería tener nada que ver con ella, por lo que Nika volvió a disfrutar de la soledad de siempre, aunque fuera un poco distinta.

En general, Nika estaba contenta. Su vida estaba volviendo a la normalidad. Se había acabado Ryan Reese. Podía cerrar ese capítulo de su vida. Al menos, eso había creído hasta que abrió la puerta de su apartamento para encontrarse a su vecino esperándola en el rellano. Nika estaba tan confusa con la visita de Ryan que ni siquiera le dio tiempo a preguntarle qué puñetas hacía en su casa si no estaba lloviendo.

— ¿Cómo que un regalo para mí? — la perplejidad dejó pasar a Ryan, y cuando volvió a hablar, Nika estaba convencida de que lo había hecho en un dialecto extraterrestre, porque no entendía nada. ¿Estaba invitándola a cenar a Fiji, el restaurante de fusión asiática que había en el centro de la ciudad? — ¿Pero de qué estás hablando? Estamos a -25 º C, Ryan. Si me pusiera un bikini, me moriría de frío. Y además, ¿cómo voy a ir en bikini a un restaurante? Menuda manera de dar el cante.

Nika no sabía en qué momento ella y Ryan habían dejado de hablar el mismo idioma, porque estaba claro que no se estaban entendiéndose, pero aquella conversación de besugos estaba poniéndola de los nervios.

— No, ¿de qué hablas tú? — protestó ella, súbitamente ofendida por la pregunta de Ryan.

Él insistió en que abriera el sobre que le había entregado, al que Nika no había hecho ningún caso, y ella lo miró con los ojos entrecerrados. No sabía si podía fiarse de las intenciones de su vecino, y el hecho de que estuviera hablando en clave tampoco estaba ayudando a que confiase en él, pero Nika decidió contener el aliento por si Ryan había metido ántrax en el sobre y lo abrió para encontrarse cuatro billetes de avión.

American Airlines.
Origen: Toronto, Canadá. Destino: Los Ángeles, Estados Unidos.
Origen: Los Ángeles, Estados Unidos. Destino: Nadi, Fiji.

Nika observó los billetes sin decir nada. Al cabo de un rato, cuando por fin comprendió de qué estaba hablando Ryan, los soltó, como si le hubieran dado calambre.

— ¿Pero de qué puñetas estás hablando? ¿Has perdido la cabeza? ¿Te has dado un golpe en la sesera esta mañana? — lo miró verdaderamente preocupada. — ¿¡Cómo nos vamos a ir tú y yo a Fiji!? ¿Estás loco? ¡Ni siquiera estamos saliendo! ¡Se supone que soy tu ex! ¿Qué clase de psicópata invita a su ex a las islas Fiji?