Las ruedas del carro traqueteaban sobre el camino. Tropezaban con las piedras, se fundían con la arena y levantaban efímeras nubes de polvo que se perdían en la calzada. El viaje hacia el corazón de Italia había transcurrido de manera apacible desde su mismo inicio. El sol tostaba la piel de los soldados, los guiaba durante el día y los ayudaba a conciliar el sueño por las tardes. El calor estival se les pegó al cabello, se coló bajo sus ropas, traspasó las armaduras. Nuevos colores pintaron la región toscana. Cruzaron los campos, de pastos verdes, infinitos montículos y árboles prominentes hasta que, al fin, se dibujaron las calles de la ciudad que los había llevado hasta allí. Los edificios se apiñaban unos contra otros. Tenían todos la misma piedra pálida y porosa construyendo sus muros. En los tejados se advertía una ligera variación de tono entre sus tonos de rojo.

— Es un lugar bonito — un soldado se asomó al horizonte con una sonrisa en los labios —. Me recuerda a mi isla.

— Por mucho que se empeñen los señoritos de la guerra, amigo mío, lo cierto es que tú y yo no somos tan distintos — le respondió Adriano, estirándose en su asiento. Su profesión lo había llevado por casi todos los rincones de la bella Italia y parte de los países que la rodeaban. Había conocido a suficientes individuos para comprender que, al margen de costumbres, leyendas y dialectos, lo que preocupaba a los hombres que poblaban las ciudades era lo mismo en Florencia que en Portofino, y que si entraban en guerra no era por sus problemas con sus vecinos, sino por las ansias de sus señores de expandir su influencia por otros territorios que no habían caído aún en sus manos. A él, en particular, no le importaban las motivaciones de la batalla. Lo que sí lo preocupaba era recibir su jornal al término de la lucha.

La caravana se introdujo en el casco urbano, dejando atrás el aroma de la tierra levantándose del camino. Lo sustituyó el olor de las aguas estancadas sobre la piedra, de los desechos que la población lanzaba a las calles sin mayor contemplación. El carro se detuvo ante las puertas de una hacienda de límites amurallados. Los recibió un hombre de rostro sombrío, surcado por el paso de la edad.

— La familia Auditore ha requerido nuestros servicios para mantener el orden en esta villa, mi señor
— le entregó un pergamino con los detalles de la compañía —. Estarán esperando nuestra llegada.

— Síganme.

Adriano hizo un gesto a sus dos hombres de confianza. Acompañaron al hombre al interior del lugar mientras el resto de soldados esperaban en los exteriores. En un momento dado, el individuo se detuvo. Inclinó la espalda y se hizo a un lado. Una mujer les devolvía la mirada. El mercenario miró discretamente al anciano, esperando que retomase su camino y los llevase ante el dueño del lugar, pero no lo hizo. Al cabo de unos instantes, Adriano comprendió que la señorita que lo observaba era la persona que había estado buscando.

— Oh — susurró cuando cayó en la cuenta de ello. Se inclinó frente a la muchacha en señal de respeto, y lanzó sendas miradas a quienes lo acompañaban para que hiciesen lo mismo —. Disculpadme, ha sido un viaje largo — observó sus rasgos y se le antojaron dulces, delicados, como los de las estatuas de mármol que se levantaban en la capital para embellecer la ciudad —. Mi nombre es Adriano Amato. Dirijo la compañía de soldados que habéis encargado. Mis hombres estarán a su entera disposición desde el mismo momento en el que así lo deseéis.

— Es un placer conoceros, mi señora Auditore — replicó, inclinando la cabeza en señal de respeto.

La joven tuvo la deferencia de ofrecerles una breve explicación sobre su posición en aquel lugar. Adriano había servido a numerosos señores de la guerra, y se le hacían incontables las veces que se había visto sometido al protocolo, pero el estar acostumbrado a las formalidades no le daba la capacidad de entenderlas.

Tampoco es que mostrase un especial interés por comprender las palabras de los administrativos. Sabía que solían estar vacías de contenido. Sin embargo, prestó atención al breve discurso de la señorita Auditore.

— Ya veo — asintió.

Comprendió que su trato con ella terminaría en el mismo momento en el que el gobernador regresara a sus tierras, y aquello le pareció una auténtica tragedia. Estaba seguro de que su señor sería un completo inútil en temas de armas, organización y reclutamiento, y puestos a tratar con alguien que no supiera de qué estaba hablando, prefería que fuese una joven doncella de ojos almendrados. Al menos podría disfrutar fugazmente de su compañía en el tiempo que les llevase recorrer el lugar. Estaba dispuesto a fingir interés por hasta el más gris de los ladrillos.

— Mi compañía fue llamada a la zona meridional para proteger nuestras fronteras — el país se desangraba por el sur, por donde era más sencillo hallar una posición pobremente defendida por milicianos que pretendían defender sus tierras contra hombres formados en el arte de la batalla —. Si me preguntáis por el lugar donde nací, os diré que provengo de Liguria — una pequeña región al norte de Italia, construida sobre montañas, limitada por abruptos acantilados que caen sobre aguas cristalinas —. No sé si habréis tenido la oportunidad de visitarla. Es un lugar muy… particular — terminó de decir con una sonrisa en los labios —. Es muy distinto a esta región, por lo poco que he podido ver de ella.

La joven Auditore reveló que entre sus pasatiempos no se encontraba el viajar a lo largo y ancho de la península itálica. Al fin y al cabo, era de esperar. Sobre los caminos corría la sangre de los transeúntes. La gente de a pie buscaba refugio en sus poblados. Solo aquellos desesperados por una mala situación abandonaban sus asentamientos en busca de algo mejor. Lo cierto es que no solían encontrarlo.

— Una pena — respondió Adriano. Aunque no quisiera que una muchacha como aquella deambulase por unos caminos que solo soldados y mercenarios podían transitar con seguridad, sentía que él, en particular, sería incapaz de mantenerse en un lugar como aquel donde se encontraban durante mucho tiempo. Se había pasado la vida viajando. Su profesión no le dejaba otra opción. Sabía que no estaría más de unos meses, o quizá un par de años, junto a la señorita Auditore, pero eso lo hacía libre, y, en cierta forma, se había acostumbrado a ello —. Sí — asintió, ladeando una sonrisa —. Seguro.

Acto seguido, continuó la presentación de la fortaleza que tenían que defender. Adriano hizo un gesto a sus hombres para que lo siguieran. Marcharon entre las rocas de las paredes y las murallas, sus conversaciones se perdieron en la melodía de la rutina. Al término de las escaleras encontraron una hermosa vista. Los colores de la piedra y los tejados de la ciudad se fundían con los de los prados, los árboles y los caminos, y sobre ellos, en el fondo, se perfilaban las colinas contra el azul intenso del mar. La luz del sol brilló sobre las aguas y las copas de los árboles, deslumbró a Adriano y lo hizo suspirar. El resto de su compañía se acercó a las murallas para obtener una mejor vista del horizonte. Entonces, el mercenario miró a Claudia Auditore, y no pudo evitar fijarse en la manera en la que el sol se pegaba a su piel de porcelana y caía sobre su cabello oscuro.

— Es una vista muy hermosa — replicó, tomándose un momento para devolver la vista al frente, sin poder evitar que sus ojos volvieran a buscar el rostro de la joven —. Gracias.

El cielo había amanecido enfurecido. Densas y oscuras nubes se levantaron del mar y se encaminaron hacia las colinas. El horizonte oscureció. Sobre la hacienda de los Auditore cayó la ira de los elementos. La lluvia había estado golpeando la tierra durante toda la noche. Por la mañana aún retumbaba en los pasillos el eco del agua rompiéndose contra los muros. Adriano decidió dar por finalizado el entrenamiento cuando la circunstancia hizo imposible continuarlo. Se despojó de su armadura y de la lluvia que se había pegado a sus ropajes y a sus cabellos y abandonó su dormitorio para perderse entre las entrañas de la mansión. Desde su llegada, hacía ya unos días, o quizá semanas, no había tenido tiempo de desviarse de su ruta habitual. Tan sólo conocía su lugar de descanso, el comedor, los aseos y el patio y los exteriores de la casa, y eso le había parecido suficiente hasta ese preciso momento, cuando la lluvia rompió su costumbre y despertó su curiosidad.

La piedra guardaba el murmullo de su gente, en esta ocasión, quizá, más intenso de lo habitual. Adriano se encontró en su camino a una serie de personas que habría jurado no haber visto hasta ese momento, y entonces no pudo evitar preguntarse cómo de grande era realmente aquel lugar. Por más que avanzaba, no podía zafarse de la sensación de encontrarse en algo así como un laberinto de elegante decoración. Con el tiempo, se aburrió de recorrer corredores, y acabó probando suerte entrando a una habitación.

La encontró tenuemente iluminada por la poca luz que se filtraba del exterior, pintada por la calidez que ofrecía la luz de alguna vela. En el interior, se halló rodeado de muros que no eran de piedra, sino de libros que se apilaban sobre enormes estanterías. Se detuvo frente a una de ellas, sacó un ejemplar cualquiera y se fijó en su título. Así hizo durante unos minutos. Ninguno de los libros le decía nada, todos eran demasiado eruditos para despertar su interés. Al estar distraído leyendo, no se dio cuenta de que no estaba solo en la biblioteca, y al levantar la vista del papel lo sorprendió encontrarse a la señorita Auditore devolviéndole la mirada.

— Buenos días, mi señora — la saludó cortés al tiempo que cerraba el tomo que tenía entre las manos —. Veo que habéis tenido más éxito que yo al esquivar la lluvia — su cabello se mantenía seco, caía con gracia sobre su espalda y sus hombros, mientras que el suyo aún se le pegaba a la frente.

Adriano tomó con gracia la observación de la Señorita Auditore. Suspiró y bajó la vista para comprobar que era evidente su poca fortuna a la hora de luchar contra los elementos. Fue entonces cuando reparó en que iba dejando tras de sí un rastro de gruesas gotas de agua.

— Tenéis razón — admitió ladeando una sonrisa —. Disculpadme — se hizo a un lado para evitar que la mancha sobre la alfombra continuase creciendo.

Carraspeó antes de recobrar la compostura. Algo sí lo había alterado el encontrarse de aquella manera con la señora de su nuevo hogar. Amato no era precisamente diestro en el arte de la diplomacia, y lo último que habría deseado en un momento como aquel era ofender a la joven que se encargaba de darle un techo, trabajo y sustento. No es que a la señorita Auditore pareciese importarle su desaliñado aspecto, pero quizá era algo pronto para hacer suposiciones sobre lo que pasaba por su cabeza, puesto que solo habían hablaod una vez. Adriano la había visto en alguna que otra ocasión, a lo lejos, y le pareció que siempre la rodeaba cierto halo de tristeza del que se había desprendido aquella mañana. Quizá sería esa, entonces, su oportunidad para conocerla algo más.

— Quizá sí — bajó la mirada a la portada del libro que había estado ojeando poco antes —. Estaba buscando algo que hacer aquí dentro en lo que pasa el temporal. Está claro que, visto lo visto, el entrenamiento tendrá que esperar… — resopló. — Y, aunque no quiero apartaros de vuestras labores — no había pasado por alto los documentos que yacían sobre la mesa —, estaría encantado de recibir alguna sugerencia vuestra al respecto — se aclaró la garganta antes de continuar hablando —. Si no os es molestia, claro.

Adriano arqueó ligeramente las cejas ante la respuesta de su señora. Claro, hasta entonces no había caído en que aquella mujer era la encargada de que los engranajes de la villa siguieran funcionando tal y como debían, y que lo más probable era que no tuviese en tan baja estima su tiempo libre como para perderlo con un simple soldado como era él. Fue en ese momento cuando apartó brevemente la mirada de la muchacha, súbitamente conmovido por su amabilidad, y para cuando quiso darse cuenta tenía en el rostro esa sonrisilla de lo más estúpida por la que amigos y compañeros solían meterse con él.

— Oh, bueno, yo… — balbuceó antes de carraspear para poner en orden sus ideas. — No tendría problema en hacer tales reparaciones, mi señora. Al fin y al cabo, estoy a vuestro servicio —. Aquellas últimas palabras fueron seguidas de un breve silencio —. En alguna ocasión he jugado al ajedrez — respondió antes de que la falta de palabras les resultara incómoda —, aunque debo decir que ya no recuerdo la última vez que jugué. Cuando digáis, mi señora — asintió en su dirección y esperó a que preparase el tablero.

Las piezas que colocaron frente a él lo sorprendieron por el nivel de detalle que habían tallado en la madera. Los juegos que Adriano había tenido en las manos eran más toscos, no tenían el brillo del barniz, y apenas se distinguían unas figuras de otras por su tamaño más que por su forma. Tras años de juego con las mismas piezas, el tiempo se había llevado sus detalles. Estas, sin embargo, permanecían casi intactas, con algún que otro rasguño sin mayor importancia.

— Qué bonitas — comentó, escudriñando el alfil que tenía entre los dedos —. Nunca había visto un tablero así de cuidado. Aprendí a jugar en el taller de un carpintero, pero sus piezas no tenían este aspecto — miró a Claudia y sonrió —. Jugábamos todos los días. Y él mucho antes de que yo estuviera. Al final, eso se notaba en la madera — devolvió la ficha a su sitio —. ¿Comenzamos?

En el aire quedó la promesa de reparar las heridas que el agua había abierto en los tejados. Por lo pronto, debían esperar a días mejores, si no soleados, al menos sin lluvias como la que aquella mañana amenazaban con derrumbar los muros de la villa. Lo mejor sería apartar de sus mentes todas esas preocupaciones en las que ya tendrían tiempo de sobra para pensar.

— A mí me enseñó un viejo carpintero de mi aldea — quiso romper el silencio que había llenado la habitación ante la mención del nombre de un caballero al que Adriano no tenía el gusto de conocer —. Pasaba con él las tardes en su taller, ayudándolo con alguna cosa — comenzó a desplegar sus fichas por el tablero conforme la señorita Auditore fue haciendo lo mismo —, aunque… en retrospectiva, creo que acababa siendo una molestia — levantó la vista del tablero y se encogió de hombros —. No le hacía mucho caso cuando me decía que no tocase sus herramientas, pero gracias a eso aprendí a usar un martillo… y a quitar la mano cuando sacaba los filos.

Aunque, efectivamente, hacía ya largo tiempo que había jugado por última vez al ajedrez, aún recordaba alguna de las jugadas que había aprendido a lo largo de los años, pero la encantadora jovencita que tenía como oponente tampoco le estaba dando muchas oportunidades de dominar la partida.

— El pobre hombre debe de tener ya cien años — añadió, moviendo una pieza hacia la derecha —. Igual debería ir a verlo algún día. Así a lo mejor recuerdo cómo se hacía esto del enroque — desplazó el rey al otro lado del tablero.

Durante su conversación los acompañó el murmullo de la lluvia rompiéndose contra los muros y las ventanas de la biblioteca. A Adriano lo agradó saber que Claudia contaría con su ayuda de cara a futuras reparaciones de la hacienda de los Auditore. En concreto, lo alegraba tener la certeza de que mientras durase su estancia allí no tendría tiempo de aburrirse. El joven Amato era una persona inquieta, que tendía a la irritabilidad cuando no tenía nada que hacer, por lo que trataba de llenar sus ratos libres en la medida de lo posible. Así fue como adquirió una serie de destrezas y fue mejorando otras tantas, que quizá también llegarían a resultarle útiles.

— Puede que tengáis razón — admitió sin dejar de observar el tablero, pero con el recuerdo del taller aún en su mente.

Conforme se desperdigaron las piezas sobre la madera se hacía más evidente la falta de costumbre de los dos jugadores, que los hacía detenerse a pensar cada uno de sus movimientos, lejos de la osadía de principiantes y expertos. Tras un par de partidas, sus gestos se hicieron más ágiles, y la conversación, que se mantenía agradable, era de vez en cuando pausada por la conversación. Adriano convirtió a las piezas de mayor importancia en la vanguardia de su ejército, y colocó a los peones en la retaguardia. Cuando Claudia se aprovechó de la situación para realizar una ofensiva, el soldado habló.

— Este es el tipo de estrategia que funcionaría en la vida real — apoyó la mejilla en la palma de la mano, ceñudo, observando la distribución de las piezas —. Muchos peones no están dispuestos a morir sin un buen motivo, y si sus superiores se lanzan en primer lugar a la batalla… eso les hace ver que son algo más que soldados — movió un alfil —. Así se estilaban las batallas hace no tanto tiempo. Hoy a nadie se le ocurriría mandar a un rey al campo de batalla.

Adriano se preguntó cómo de teóricos serían los conocimientos de la señorita Auditore sobre aquellas batallas que no tenían lugar sobre un tablero. El soldado esperaba que una joven como ella no tuviese por qué saber el aspecto que tenían las heridas más comunes que recibían los hombres en el frente de guerra, y se aventuró a suponer que así era, sabiendo que de haber visto con sus propios ojos lo que ocurría cuando el acero desgarraba la carne de sus semejantes tendría una mirada más triste.

— Cierto — asintió, moviendo otra pieza una vez Claudia hubo hecho lo propio.

Aquella mujer tampoco parecía del todo ajena a la miseria que había ido extendiéndose a lo largo y ancho de la península. El desconocimiento la haría más feliz y, desde luego, le daría mucho menos trabajo que administrar una villa como aquella.

Quizá lo que Claudia Auditore conocía sobre la guerra eran sus consecuencias sobre las poblaciones, y aquello, en cierto sentido, también resultaba devastador, especialmente cuando no salían victoriosos los ejércitos que las representaban.

— ¿Vuestro tío? — Adriano había recibido con una sonrisa la promesa de Claudia de tener un líder que los acompañase en la batalla, pero al saber que era él familiar de ella, su gesto cambió de nuevo. — Es una forma de verlo — añadió, encogiéndose de hombros —. Os mentiría si os dijese que muchos de mis hombres no piensan igual que él.

Las tormentas en primavera hacían estallar los campos. Los llenaban de colores, de flores, del perfume estival. Alzaban las hojas hacia el infinito y las teñían de un intenso color verde que se mantenían durante varias semanas. La lluvia reveló la belleza de los alrededores de la villa, y, salvando las distancias, Adriano tenía la sensación de que algo similar había ocurrido con su relación con la señorita Claudia Auditore, a la que ahora se alegraba de encontrarse más a menudo en lo que cualquiera de los dos completaba alguna de las tareas que tendrían asignadas.

El soldado había podido charlar con su dueña cuando ninguno de los dos podía o quería continuar con sus quehaceres diarios, y a Adriano lo sorprendió haber podido conversar con la señorita Auditore con una confianza quizá impropia de quien se dirige a su superior. Después de todo, aquella mujer no era más que una muchacha, y, como tal, tendría las mismas inquietudes que cualquier joven de su edad, aunque tuviese toda una villa por gestionar. A Amato lo complacía haber podido compartir aquel momento de esparcimiento con ella, y cuando lo hizo llamar creyó que querría cobrarse la promesa que le había hecho dentro de los muros de la biblioteca. Solo esperaba que ningún pájaro tuviese a bien molestarlo mientras estuviera arreglando el tejado.

Buscó a Claudia en su despacho, pero resultó que estaba en los jardines de la villa. Abandonó los corredores de la fortaleza para marchar al exterior. Lo cegó por un instante la luz del sol. Por encima del habitual murmullo que llenaba el lugar escuchó la voz de Claudia. La siguió y se la encontró discutiendo con un hombre de imponente armadura y porte regio. Cuando se dieron cuenta de que estaba allí, carraspeó antes de hablar.

— ¿Me habíais hecho llamar, señorita Auditore?

La presencia de aquel hombre podía resultar algo intimidante. Cuando se dirigió a Adriano, pudo fijarse mejor en su rostro, roto por una cicatriz que, aunque parecía llevar ya años curada, aún era de sobra visible para cualquiera que mirase. El joven soldado no pudo evitar preguntarse qué le habría provocado una lesión ocular de tal calibre que, a juzgar por el aspecto, lo había dejado ciego de un ojo, pero procuró manejar la situación con naturalidad. Muchos soldados, ya fuera por encima o por debajo de su rango, habían regresado de la batalla con todo tipo de heridas, y uno terminaba por acostumbrarse a ello.

— El placer es mío, señor Auditore. Para serviros — replicó con una sonrisa, estrechándole la mano. No lo sorprendió la fuerza de su gesto. Aquel hombre, desde luego, se encargó de echar por tierra la absurda imagen que Adriano se había dibujado de él, y pronto se dio cuenta de que Mario Auditore no era alguien con quien le gustaría tener una enemistad —. Así es — asintió ante la mención de las capacidades de Claudia, aunque sin intención de deshacerse en halagos hacia su gestión; y no porque no los mereciera, sino porque el señor Auditore no parecía demasiado interesado en esa clase de conversación. Lo confirmó cuando preguntó sobre el estado de las tropas —. En plena forma — respondió —. Preparados para cualquier eventualidad. Tras años de entrenamiento, sabremos responder a cualquier ofensiva y a proteger esta villa y a quienes hay dentro de ella hasta las últimas consecuencias — le aseguró —. ¿Esperáis que ocurra algo en los próximos días, señor?

Adriano se sentía como oyendo una historia cuyo principio no le hubieran contado. Por más que trataba de disimular frente al señor Auditore, no llegaba a comprender a qué se refería, ni por qué pretendía que sus hombres estuviesen dispuestos a luchar, ni qué significaba eso para su villa o para Claudia, o por qué ella portaba siempre un aura de infelicidad que solo se hacía más evidente con la llegada de su familiar.

Lo que el soldado no habría esperado era ver a su empleadora con la misma confusión que él trataba de espantar pintada en el rostro, y aunque aquello podría haberlo tranquilizado al no ser suyo el monopolio del no entender nada de lo que estaba pasando, lo cierto es que lo preocupó más de lo que esperaba.

Amato asintió cuando el señor Auditore sugirió buscar un lugar más discreto para debatir esas cuestiones y lo siguió por los pasillos de la villa. Al alcanzar el despacho comenzó a hablar sobre sus informaciones y Adriano no terminaba de comprender qué implicaban los nombres mencionados, pero el señor Auditore tuvo a bien explicárselo, y entonces las localizaciones y los nombres tomaron el sentido del que hasta ese momento habían estado despojados.

— Entiendo — . Y, de hecho, lo hacía. Algo recordaba de la política y las guerras que habían salpicado el país en los últimos años —. Estaremos allá donde se nos necesite — asintió en dirección al hombre, aunque luego miró a Claudia, pensando en que le apenaría marcharse sin ella, ahora que empezaba a conocerla —. Sin reservas.